19 marzo

Como siempre

  


Matías miraba hacia la nada, sin dejar de rebotar rítmicamente sobre sus piernas completamente flexionadas:

_Estoy tan drogado que no sé si soy yo o soy una vaca meando en un tarro…

El Titi venia capeando bien la noche hasta que escucho eso, y viendo a su amigo en esa incómoda posición, producto de lo absorbente de la duda, se sumo a meditar sobre el asunto, sin éxito alguno, por cierto. 

  Meses o años después seguía buceando obnubilado en su infinita conciencia tratando de sumar elementos de prueba a favor o en contra de cualquiera de las dos afirmaciones pero nada podía ser catalogado en esta avalancha, esta anarquía perceptual donde olía colores, tocaba pensamientos, podía detener el tiempo y tenia diálogos con rocas y arboles… 

  Aunque, solo en sus ojos, se adivinaba la terrible fuerza centrifuga que nacía desde su conciencia, silenciosamente, inmóvil, acuclillado sobre la mesa intentando no causar ninguna avalancha de ceniceros, para no hacer algún ruido que pudiera atraer a criaturas normales, vigilando, con un ojo que se había hecho nacer en el codo, el surgir de las olas que amenazaban subir a cada momento… 

  Y así los encontró -con la mirada- Emilce, en el medio de la plazoleta, al tirar el fajo de diarios por encima de la reja del quiosquito: quietos como estatuas, completamente congelados a las cinco de la mañana, como dos garzas blancas en un paisaje de edificios vacíos… 

  Primero les tiro piedras, pensando que estaban muertos, después se arrimo, mientras la moto seguía en marcha, para bajarse a mirar de cerca, sacando el teléfono del bolsillo con sus manos heladas… Pegó un salto al ver la expresión del Mati, diabólica, con sus ojos quietos girando hacia ella… 

  Se fue trastabillando hacia atrás mientras los gurises levantaban vuelo (entre un penetrante ruido a engranajes gastados realizado simultáneamente por los dos con un gesto inolvidable de su cara) muy lentamente hasta posarse en las gastadas escaleras de la catedral, quedando ahí encerrados como pajaritos, nuevamente inmóviles, hasta que a las siete y cuarto, salió el cura y les abrió, acompañándolos dulcemente hacia la esquina. 

  Atravesó luego la inmensa nave, y volvió a entrar a la sacristía donde se lavo las manos meticulosamente, mientras ensayaba gestos: devoción, dolor, éxtasis, sufrimiento, bondad, compasión… comparando su cara con la de los santos y ángeles que colgaban en las paredes… solo faltaban algunos minutos para la misa.


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