Un nuevo día comienza, nos dicen los diarios, el sol ha salido, escuchamos por radio, y por una pantalla nos enteramos del frio que nos hace enroscarnos la bufanda, justo a tiempo…
Que belleza de mundo muerto, que dulce, que infantil entrega estamos viviendo, atados a una opinión cada vez más imperativa, decadente, ajena, sin intenciones de cambiar, en la comodidad asesina de dejar de pensar por nosotros mismos.
Cada vez más esclavos,
vivimos pensando en sumar más horas de trabajo, adictos a lo que sea que nos
vendan, no dejamos un día de recibir nuevos catálogos.
Corredores del “último modelo” compramos lo innecesario, tiramos antes de haber usado, destrozamos el espacio con novedades inútiles, sin dejar de envenenarnos… pero sonreímos, somos felices, cuando encontramos una publicidad creativa que nos dibuja de nuevo, como una caricatura, y promete aflojar las riendas a nuestra angustia.
Somos técnicamente alegres como resultado de nuestras actividades
anti estrés, que se oponen al rígido horario, y hasta la mitad de los días de
la semana, nos sobran un par de horas, tarde, para derivar en la televisión,
haciendo zapping, sin encontrar nada que mirar.
Pero no importa, es el nuevo concepto de libertad, elegir, no importa que, lo que quede para elegir, lo que nos dejen, lo que aun este permitido: distracciones, estupidez, frivolidad, indiferencia, hastío, adicción, ambición, frustración…
Pretendemos aumentar
nuestro nivel de consumo, como un parámetro de felicidad automatizada, pero en
realidad solo aumentamos el nivel en que somos consumidos por el mundo, en que
somos precintados como un paquete que abrirán en la tienda para extraer nuestra
billetera, nuestra tarjeta de crédito, siempre en deuda, en rojo, atrapados por
todo lo que aún nos debemos, por el ataque de ansiedad que nos genera la última
publicidad…
Viajamos en cajas rodantes para ser estibados en las modernas bodegas que nos usan de stock, llámenles escuelas, fabricas, supermercados o ministerios, todavía somos útiles, todavía nos tiran nuestro alimento al piso si movemos la cola como perros, monitoreando en silencio, sin decir nada, nuestra idoneidad, temiendo la visita al médico, el viaje interminable al hospital…
Apostamos a cambiar nuestra etiqueta por alguna
mejor, que deje a las claras quienes somos y como nos deben tratar, miramos
hacia arriba solo para recibir alguna humillación, promesa de un trato
preferencial que no va a llegar, miramos para abajo solo para saber en qué
cabeza poner el pie.
Avanzamos sin preocuparnos del peldaño que acabamos de abandonar, aunque veamos caer adelante -con un secreto placer- a los que llegaron finalmente al trampolín para saltar, es la trampa final: soñamos con felicidad, alegría, bienestar, amor incondicional, y finalmente, absurdos, indolentes, pluma a pluma y piedra a piedra, perdimos la capacidad de volar.
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