Consumo:
sangre, destrucción y muerte. No hay forma más clara de decirlo.
Asistimos horrorizados, como siempre, a un nuevo capítulo de una larga guerra que amenaza con exterminar a un pueblo entero.
Pero no vamos a detener la guerra porque la guerra es todas las guerras, y se hace fuerte con sus miles de tentáculos agarrados de cada corazón ambicioso que olvida la importancia de la vida, y paga muy bien por el botín, y por cerrar los ojos a toda razón, a todo concepto extraño a la victoria misma.
Mientras tanto, no detendremos la guerra con nuestra indignación, no con
nuestra diferenciación en un bando o en otro, mientras sigamos negando al ser
humano que comparte todas las creencias como un punto de partida hacia la
libertad.
Al margen de esto, más allá de las creencias mismas, la guerra no podría suceder sin nuestra colaboración, atentos ciudadanos inmersos en su realidad cotidiana, cómodos en la ignorancia, más espantosamente inertes y automatizados que los mismos soldados.
Por lo menos ellos están poniendo en juego, de alguna manera, su propia vida, y a eso están atentos, pero los miles de millones de personas en el mundo que aún están luchando por tener más de lo que necesitan, más de lo que se produce a su alrededor, son confortables testigos de su aporte a una maquinaria que nunca puede generar paz, justicia, equidad, amor, libertad.
Valores anhelos o
ideales supremos y compartidos por la humanidad en su conjunto, pregonados hipócritamente
por los gobiernos del mundo, verdaderos rehenes de una necesidad de acumular
poder, que han delegado solo en su parte más pesada, que es la de defenderlo, y
en eso nos encontramos…
Pero no somos conscientes de nuestro verdadero papel en el devenir del mundo, hemos perdido el contacto con nuestros propios actos, solo funcionamos como robots, perfectamente previstos, o directamente dirigidos estadísticamente en nuestros hábitos de consumo para ofrecernos presuntas opciones en las que no elegimos.
Pero no se nos ocurre verificar el sabor de nuestros alimentos con algo real, primero nos vendieron el sabor artificial y luego exterminaron el gusto, y así actuamos en todo, apostando a un mundo falsificado, costoso y superfluo.
Pero no
contamos en el rédito de nuestro automóvil, las muertes de cada ser humano en
guerras por el petróleo, solo nos importa que sea más barato.
Porque todos sabemos cómo funcionan las cosas, el dinero llama al dinero, mientras el flete lo pagan los pobres, entonces, subsidiamos el consumo de los aviones de guerra con nuestros automóviles, financiamos operaciones bélicas a lo ancho del planeta comprando veneno empaquetado en el supermercado, en vez de plantar una papa, aunque sea en el balcón en una maceta.
Pero tampoco vamos a cambiar hasta que nos
lleve de la mano un líder fuerte, como estamos acostumbrados, como se
acostumbraran nuestros hijos el día que los lleven a la guerra, en esta cultura
del suicidio colectivo como respuesta a la voracidad de las corporaciones.
Y así seguimos esquivando problemas y contradicciones que evitamos mencionar junto a las banderas de defensa de la democracia, de la igualdad y la justicia, el ambiente y todo lo demás que nos preocupa, junto al flagelo del hambre que siempre es lejano aunque lo tengamos al lado.
Porque nos encanta mentirnos a nosotros mismos, y ser los multiheroes de la pantalla, donde nos sumamos sin pausa a cada llamado a la paz mundial, a la equidad, a la construcción de un nuevo mundo, que, oh casualidad, empieza desde la puerta de nuestra casa hacia afuera, mientras admiramos los aviones, mientras envidiamos secretamente a los matadores.
Por supuesto, es mejor matar
que ser muerto y además los impuestos los pagamos o los evadimos igual, sin
distinción de políticas ni beneficios comunes a la vista…
Porque en realidad, no hay grandes problemas, sino una acumulación indolente y despótica de malas decisiones personales que se convierten en pequeños problemas, que en lo que respecta a nuestra responsabilidad individual no carecen jamás de solución.
Pero no
tenemos la voluntad de cambiar nuestros hábitos de consumo, ni nuestra visión
sobre las relaciones humanas, como no tendremos jamás verdadero poder
sumándonos al poder.
Y a eso aún le encontramos sentido porque… ¿Por qué?
¿Nos vamos a hacer esa pregunta?
O seguiremos soñando con ser millonarios felices, o solo con zafar de la soga al cuello, o con irnos de vacaciones a cualquier lugar privatizado por los fabricantes de divisas inútiles.
Bienes sociales, patrimonio humano, territorios comunes, naturaleza virgen al alcance de todos salvo por esos malditos alambrados, sembrados al azar según el humor de los expoliadores mundiales. Aun podemos cazar y pescar, plantar y cosechar, tomar agua de la canilla, bañarnos en el rio, pero nos venden enfermedad y nos encierran, nos llenan de pestes programadas, de miedo, de culpas ajenas y ambiciones nuevas.
Y cada día, al despertar, olvidamos que no somos más que un pedazo del todo, para todo matar y enjaular, y una nueva bomba se abrocha al ala de un avión para que nuestros deseos se cumplan. Hoy también, si tenemos la valentía de asumirlo, hemos hecho lo mismo.
Mañana… mañana… Mañana nos alcanzara nuestro futuro común.
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