Harina y
sal…
Comer, necesidad primigenia si las hay,
uniéndonos a los leones y los monos, a las plantas y a los peces. Sin
duda entre las cosas que generan placer, de una manera tal que fácilmente se convierte
en gula, que fácilmente se transforma en adicción, en obesidad, como si fuera
una droga más, se banaliza, se usa la comida para disociar el espacio tiempo,
se alteran los hábitos alimenticios para no alterar la forma de encarar el
mundo.
Más y más sabor, más elaboración,
más exótico, y nos vamos alejando igualmente del entorno, porque algo tan
simple como comer no debería ser despojado de su esencia, del compromiso, de
compartir a través de la comida todo lo demás, porque a través del cuerpo llegamos
al mundo, para crear o destruir, para cuidarnos u olvidar nuestra misión:
sentirnos vivos. Porque comer es una condición esencial para
mantener la maquina humana en funcionamiento, simple.
Un peruano me explico en Uruguay:
“todos sabemos comer”
Pero no es tan simple para todos, dado que la relación franca entre una persona y un planeta llamado Tierra, se ha perdido y no deja lugar, en amplias zonas, menos aún en las ciudades, para cazar recolectar o pescar, como hacia la raza humana en sus orígenes.
Entonces
para algunas personas se vuelve una búsqueda diaria, muy difícil de resolver a
veces: inaccesible, por las características del sistema, del modo de vida
actual, donde todo se basa en la posesión de dinero, como único modo de obtener
y satisfacer todas las necesidades humanas.
Sin embargo hay algunos que le encuentran la vuelta, en principio para comer, y hay otros que no. En esos casos el hambre se vuelve una resignada costumbre, la piel se endurece, el estómago se achica y se curte, transformando cualquier cosa en proteínas como un tiburón.
Los músculos se tensan de rabia y los tendones parecen lianas
trepando a los árboles, dura madera curtida de caminar sin descanso, sin
expectativas, con los ojos atrás de la mirada que se tuerce para resguardarla
del juicio ajeno.
Por eso es tan importante compartir la
mesa, antes que la comida, porque el alimento es espiritual además de
material, se come arroz y amistad, sopa y amor, harina y esperanza,
porque el estómago funciona mejor con un corazón abierto, sin recelos, porque
la comida no puede ser un motivo de esclavitud, de miseria, como tantos
fabrican, transformando la necesidad en chantaje y sumisión, y el hambre en
esclavitud. Pasa todo el tiempo.
Por eso me gusta cuando como en la casa de mis amigos, disfrutando hasta de las sopas de piedras, sin importar que sea el último plato para todos, se alimenta un minuto de plenitud y hermandad para que mañana se vuelva lucha a brazo partido, para volver a llenar la olla, se da porque la devolución es compartir, sin importar credos, razas, ni elecciones personales.
Y si, como hace miles de años, no hay una fuerza más
acuciante que el hambre, que nos haga dejar de lado los prejuicios y los
miedos, que nos abra nuevas puertas desconocidas hacia nuestras propias
capacidades, que nos hermane con un desconocido en un segundo sin dudas en pos
de un objetivo, o cambie nuestros parámetros hasta que no dudamos en robar y
asesinar sin saber cuándo empezamos a pensar distinto.
¿Y qué? Acaso es legal el despojo del mundo que vivimos, por una sarta de insensibles momificados en vida que no dudarían en arrasar una isla para regalarse un capricho cualquiera. Que sigan comiendo porquerías y chatarra de los hipermercados, gastando en los restoranes en un solo plato lo que mantiene a una familia entera una semana, sintiéndose en la mira.
A veces a ellos también los terminan cazando como
perros cimarrones. Brindo por eso.
Bueno, al margen de los merecimientos, todos somos personas, y básicamente tenemos las mismas necesidades primarias además del alimento, como agua techo, afecto, etc., y a veces estos factores pueden jugar un poco entre ellos pero no tanto, por lo que el desequilibrio termina generando un círculo vicioso cada vez más difícil de superar y el hambre termina haciéndose crónica y estructural, y los gurisitos crecen hasta donde pueden, como a los saltos.
A veces como perros y a veces con los perros, en los basurales, requechando lo que pueda servir en el rancho, que tiene la puerta justo al borde del primer retazo de cartón quemado robado por el viento al basural. Y los gurises siguen peleando lo que puedan robarle a los chanchos.
Finos y afilados, le hacen frente a cualquier trabajo, altivos
caminantes de las dunas de plástico y compulsividad que parecen no terminar
nunca, como si fuera un dibujo digital para un fondo de pantalla.
Ciertamente que hay experiencias que no se pueden aprender de un papel, por eso es tan ajeno el hambre para la gente que nunca la padeció, pareciérales que representa una epidemia, una enfermedad de países lejanos, de razas oscuras.
La desesperación de una panza vacía hace días, la rabia desesperanza de mirar a los niños mirándonos sin pedir nada ya, el congelamiento de los horizontes, la vulnerabilidad, el increíble sabor de un pedazo de pan, o el verdadero peso de una papa…
O esa sensación de que el mundo nos está empujando afuera, lentamente, mientras arañamos proteínas de todos los basurales del mundo, para vivir un día mas, que mañana puede cambiar todo.
Rabia de ver gente feliz, resentimiento contra la sociedad del
confort, el hambre es un caldo de cultivo de sentimientos contradictorios,
finalmente justifica todo: como seres vivos, tenemos derecho a matar para
comer.
Tal vez no es necesario llegar a eso,
pero no es una cuestión que vallan a resolver las instituciones. Con sus
eslóganes…
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