28 septiembre

Maia y Ciro


 


 

Para mis hijos:

  No empezare por una frase tan trillada del tipo “Daría la vida…” o de esas, porque la vida es importante, y necesaria de mantener, en toda circunstancia, para la prosecución de cualquier fin, pero algo de eso hay.

  En mi caso, mis hijos fueron fruto del amor absoluto, y esa es la primera enseñanza que trate de transmitirles siempre, sin medias verdades, sin medias mentiras, aunque todo a su tiempo.  

  Y tal vez por esa misma realidad, vivimos años y años y años de la guerra más estúpida que alguna vez sufrí, con el amargo objetivo de  fracturar y desmembrar a mi familia, por parte de gente que tiene un concepto distinto de este tema, y ve a sus hijos como objetos, como propiedades, como seguros para la vejez, mascotas etc., y quiso convertir a mis hijos en lo mismo, cuando debían ser personas… lo cual dejé de analizar hace rato por serme incomprensible.  

  Solo pude oponer la libertad.  

  Como frutos del amor, de una responsabilidad, me parece inadmisible pasarles cuentas solo por nacer, por existir, por ser y equivocarse, exigir y necesitar un bagaje de cosas para continuar y crecer, ya que la elección de su arribo a este mundo fue de dos ínfimas células y/o corazones que lo resolvieron cuando ellos no existían, pues, ¿Qué culpas habrían de pagar entonces…? 

  Y además  ¿Que habrían de restar de su vida para defender o cuidar la mía, desordenando todos los relojes del mundo?  

  ¡Que vivan y prosigan sin culpa!  Que yo me cuidaré solo cuando sea el momento, en vez de convertirme en una carga, un peso, una responsabilidad contra natura…

  Nada hay más fácil de interpretar para un niño que el amor, ya que lo viven y lo ven en todas las cosas, mientras no los pisoteemos, por eso es un buen punto de partida.    

  Entonces empecé por ahí, y en la práctica, sin perder la vida, la puse en juego tantas veces como fue necesario para su supervivencia, y si la hubiera perdido, tal vez hubiera sido una ecuación justa, aunque de suma negativa, tal vez por un tiempo… 

  Tal vez por eso no les enseñe a vivir la vida como una institución, como algo sagrado que hay que mantener a toda costa, toda una filosofía de referentes del sistema, que terminan esclavos voluntarios solo para no disminuir sus caprichos, para no perder su egoísmo y mezquindad.  

  Amor, es práctica, no un objeto, es mirarse a los ojos y ser iguales, al margen de las posibilidades, de la fuerza, de los hechos.

  Y de ahí la vida, con ese material, no otro.

  Y nunca me prive de abrazar, besar y acariciar a mis hijos, durante horas enteras, de dedicar mi tiempo solo a compartir mi corazón con el suyo, todo lo que pudiera, sin cobrarles por eso. Sin chantajearlos con caramelos o etcétera, más allá de que nuestra vida siempre fue austera y simple.

  El amor es libertad, y la libertad amor.

  Y al amor no se llega con la palabra escrita ¡Con estas palabras!  Se cultiva desde un corazón sano.  En alguna coyuntura, viajando, tuve la oportunidad de compartir mi tiempo con gente que venía de dejar su casa arrasada por el agua, al igual que mi pequeña tribu, y esos ocho niños escalonados eran un mar de amor y se cuidaban entre ellos 

  ¡Y seguro cualquiera dejaba su plato de comida por su hermano si era necesario!  Tal  vez porque solo así habían llegado a ser, en alas del amoroso sacrificio, el tozudo ejemplo de sus padres, y nosotros aprendimos también, que amor es libertad, y libertad amor.

  Pero de una persona que solo fue educada en el capricho no aprendes el amor porque no puede verlo, porque el hecho de que le den la coca cola en la mesa parte ya de un intento de someter y atar, por la transmisión del miedo, la soledad y la posesión que esos padres sienten. 

  Y se sienten felices en el fondo cada vez que la criatura aumenta su egoísmo y mezquindad y rechaza una nueva comida porque es marrón, roja, verde, blanda o fría o caliente, y se quedan tranquilos al desmantelar su futura libertad, aunque eso pueda ser “inconsciente”.   

  Pero sus hijos solo aprenden a atar y destruir, para repartir sus cadenas y no sentirse tan solos, y solo pueden hablar de amor, aunque no lo conozcan.

   Entonces,  evité siempre forjar en ellos esos parámetros ajenos…  y en honor a la libertad personal, evite responder a la salvajada encarcelando a mis hijos, tal vez envenenando mi propia vida más de lo necesario, pero sabiendo que un día sus propios parámetros les permitirían elaborar sus propios juicios… y me sentiría un ladrón protegiéndolos de la experiencia primaria de tener a su alcance las diferentes opciones disponibles.  

  Aun cuando los protegiera, conceptualmente, a través de la interacción y puesta en el tapete de las intenciones y acciones con las personas que participaban de su mundo familiar.  Con esto solo logré total hipocresía, y golpes bajos, ciertamente, viles intentos de manipulación infantil.

    Pero soy adulto y vivo en un mundo real, lo que hasta cierto punto, no debe ser mostrado antes de tiempo a los niños, pues todavía deben guardar esa semilla de luz que llevan dentro para un día construir algo distinto.  Y ellos fueron fuertes.

  Entonces no les evité tampoco muchos golpes, sino no hubieran caminado, explorado, ¡Arriesgado!  Ni lloré por sus raspones ni los levanté para abrazarlos y consolarlos como si fueran de cristal cuando se dieron un palazo, riendo y festejando cuando corría la sangre, al mismo tiempo que mis brazos los apretaban, pues los golpes y el dolor son una parte insignificante de la vida, y así deben mantenerse, no magnificarse hasta el hartazgo, haciéndose parte de un vicio, un intercambio enfermizo. 

  Les enseñe a ser valientes, a defenderse por sí mismos, a reír cuando se volaba el techo, a seguir adelante sin pensar en nada, aunque no vean la meta, porque nunca se ve, casi nunca se conoce, y eso es una buena excusa para dejar de caminar.

  No los llevé a llorar a los velorios, ni les enseñé a sufrir ni amargarse por las desgracias ajenas, no los hice parte de ninguna secta o religión.  Preferí decirles que toda la fuerza estaba adentro de ellos mismos, y que las respuestas llegarán cuando tengan una buena pregunta… que el mundo entero es de y para ellos aunque lo hayan alambrado, aunque existan los países, idiomas y gobiernos.  Que ser feliz es ser conscientes de ese segundo, de este mismo segundo…

   Trate de demostrarles que el cuerpo es natural, y para disfrutar, no algo de lo que deben avergonzarse, algo sucio, sino una maravilla que debían cuidar, y fortalecer siempre.  Jamás les oculte nada sobre sexo, evitando toda represión o prejuicio, toda determinación, para que lo puedan vivir a su tiempo y a su modo, sin sentirse culpables por eso, sin pensar que deben rendir cuentas por decisiones personales.

    Traté de que no teman equivocarse pues también se pueden pedir disculpas, y obviamente, fue también con el ejemplo, apelando a su ternura cuando lo hice, y recordándolo para darles la mía, en lugar de solo una cara de prócer apuntando al horizonte. 

  Que no teman experimentar probar y romper porque todo es aprendizaje y si no se puede arreglar, siempre hay opciones, y de última, nada es tan importante.

  Tampoco practiqué la hipocresía con ninguna costumbre pensamiento o cuestión que ejerciera, aunque estuviera en desacuerdo con las líneas generales de la sociedad, pues con eso aprenderían que un ser humano es soberano absoluto de su persona, y la sociedad solo es una construcción imperfecta necesaria a veces para convivir, dado el estado de cosas en que ha devenido el mundo. 

 Y tome como una responsabilidad humana, el aclararles lo artificial y decadente de las jerarquías, de las prohibiciones, de las instituciones, etc.

  La vida, la muerte, se entrelazan desde el momento en que somos parte del mundo, así que no les enseñé a tener piedad de nada, sin perder la ternura de acariciar un cachorro, o liberar un pez o un animal cualquiera de su destino, como también hicimos, pero sabiendo que nuestra vida cuesta la de otros seres, que criamos o plantamos, cazamos o cosechamos, y usamos o comemos, y eso está bien, y no hay forma de que sea de otro modo, y que todo lo que hay sobre el planeta tiene el mismo derecho. Porque matar y morir está en la raíz misma de la vida.

  Mi primer derecho fue pasar hambre para que coma mi hija, y sangrar para que ella viva, y hacerlo con alegría, infinita alegría.

  A medida que van creciendo y su mundo se opone, entrelaza, separa, funde, intercambia con el mío, me siento reconfortado de que sea así, sin recelos, sin culpa, sin miedo de decir ni preguntar, de tomar sus decisiones, libres en una cabecita libre, eligiendo sus herramientas para la vida, partiendo de su historia, de su mundo, de su libertad de preguntar y contradecir… o consensuar.

  Les mostré que cualquier cosa es mejor si parte del corazón, y que nada es tan importante como lo que creemos, lo que perseguimos como personas…igualmente, debí decirles que a veces ese camino se vuelve en contra nuestro, cuando se carga de opciones, opiniones, decisiones ajenas, y a veces, cuando no supimos protegerlo, la paz, la salud, la libertad, el amor, imponen abandonarlo, aun cuando sea difícil tomar esa decisión. 

 Y me fui, y fue  mejor para todos por cierto, y ellos entendieron porque había partido.  Y porque había vuelto para verlos, solamente cuando mi corazón fue capaz de soportar mínimamente, de separar su mundo del recuerdo que incluía a su madre.

  Me alegro de que ella siga compartiendo, redefiniendo, y actualizando también estos conceptos, creciendo junto con ellos, como yo, y generando libertad.  Energía.  Mundo.

  Porque me siguen enseñando… para ellos, aun pequeños, que saben que no es un chiste, que una vida libre, real, puede terminarse en cualquier momento -¡Hoy!- y no temen ni retroceden por eso, fue esta canción.

 

El sol del Gallego

 



 

  “Cuando el sol se pone en nuestro corazón, pareciera que nunca va a terminar de dar la vuelta al mundo, pero un día los pajaritos nos anuncian que la claridad está por llegar y si estamos despiertos, podemos agarrarla de lleno…”

  Con estas ingenuas palabras había terminado el discurso, y el 38 descansaba sobre la mesa.  

  Los platos vacíos, los vasos llenos, los demás esperando desinteresadamente que tomara una decisión, sin hablar, por respeto al Gallego, que lo miraba a los ojos, quemándolo con el recuerdo de los recién contados relatos de tanta muerte, tanto sadismo reciproco, de tanta frialdad para definir el destino de cualquiera para siempre.  

  Servía o no servía.  

  Dependía de él mismo, y el Gallego se lo hacía notar… igual no se iría con las manos vacías, pero no era lo mismo, salir como un mendigo, lastimoso y sin dignidad, o quedarse como uno de ellos, sin mendigar más nunca, ni bajar la vista, ganando lo suyo como todos, a la par de todos, al lado de los mismos que hasta ayer había visto pasar con miedo.  

  El, nunca había sido un santo, pero esto era jugar en primera, y morir era un hecho palpable, como lo atestiguaba el vendaje del Moroco.  El Negro Sombra meneaba la cabeza, recién salido del penal, había sido su cuñado y no le tenía fe, pero el Gallego lo frenaba con la mano abierta, paciente.  

 ¿Y? ¿Que,  tenés miedo? Eso es bueno, te ayuda a mantenerte despierto… si vos no agarras ese caño alguno lo va a hacer por vos, y ya no puedo pedirles que te respeten, después que compartiste su mesa y sabes cosas que no tenías que conocer 

 ¡…Quien sabe si no terminás siendo un botón!

  El miedo llego a un nivel increíble, cada milímetro que se movían le parecía un planeta integro que giraba. Cada mano parecía a punto de sacar un arma para ejecutarlo: el estómago se le revolvió y las piernas se le pusieron a temblar, frías, no podía mover los brazos.  

  Si quisiera defenderse, estaba paralizado y no podría, se vio muriendo como un animal, sádicamente, desangrado entre las carcajadas siniestras de los muchachos de la banda del Gallego, adonde había acudido por encargue de su madre, solo para pedir un poco de comida, leche, un poco de ayuda, y se había quedado sin hacer caso de sus recomendaciones… 

  “Ni un pie adentro de esa casa, vas y venís, con lo que te den, no quieras hacerte amigo, porque esos no son amigos de nadie”.  Su madre, que había perdido su trabajo por una riña familiar de sus patrones, fácilmente había gastado el resto… 

  ¿Sería verdad lo que le habían dicho una vez, que había sido amante del Gallego, en vida de su padre?  Por ese comentario había roto dos narices, pero  ahora tenía la plata para la garrafa y más, en el bolsillo, una bolsa de comestibles al lado.  Pero se había quedado y todo era inútil.  No sabía cómo salir

  Intuía que, mientras no despegara la vista de los ojos del Gallego, nadie se iba a mover, pero no sabía hasta cuando, y sus orejas eran antenas que captaban e interpretaban el mas ínfimo ruido a sus espaldas, proyectándolo en funestas películas dentro de su mente. 

  Agachó la cabeza, vencido, sabía que podía salir ileso, con lo suyo, y nadie iría a hacerle daño, aunque tampoco a tenerle respeto, agarro el revólver, temblando, podía sentir el poder de vida y muerte que emanaba del fierro, lo apunto a un perro, y volvió a mirar el caño…la muerte bailando como un fantasma sobre el cilindro de metal.   El Moroco saco su arma y disparó “Si vas a sacarlo: usalo, o te barren”

  Una carcajada general festejo el chiste, aunque el único que no se reía era el, mirando el perro agujereado, llorando lastimero, muriendo culpa de él, que no era para esto.  

  Ahora no sabía qué hacer, el único que no lo miraba era el Gallego, los otros habían sacado sus armas y lo apuntaban, empezó a pucherear, apuntando a uno, luego a otro, caminando para atrás, se acordó del encargue y levanto la bolsa del suelo, tanteando con la mano, sin dejar de mirarlos a todos, se veía juntando las carpetas de abajo del pupitre al terminar la hora, sin haber siquiera prestado atención un segundo, pensando en salir a fumar y quemar un papel de cincuenta con la vagancia. 

  Ahora quisiera estar en la escuela, y poder tener una oportunidad más, en vez de morir en un aguantadero, de donde solo sacarían su cuerpo para tirarlo al zanjón más cercano, y después amenazarían a su madre y a su hermana. 

  Retrocedía sin dejar de apuntarlos con el 38 largo, pesado para él, que nunca había tenido un arma en la mano, con su cara blanca, con su miedo que lo hacía odiar al Gallego.   

  El tipo había agarrado el tenedor y comía de nuevo, picoteando sin mirarlo, como si su muerte no fuera más que un trámite insignificante y rutinario.  

  El perro, como un antecedente, había dejado de gemir, de moverse, de vivir.

  Solo una rigidez ajena lo vestía, y un pequeño agujero entre las costillas por el que apenas si había salido sangre.  

  El jefe de la banda terminó de almorzar...después se limpió la boca con una servilleta y dijo “mátenlo”, displicente, como si esperar su orden hubiera estado de más, pero agradeciendo la cortesía de dejarlo comer.

   Empezó a disparar contra las caras sarcásticas, pero solo hacia tac, tac, tac, tac, tac, tac, tac porque no tenía balas, y esta vez la carcajada fue atronadora, haciéndolo llorar de rabia y vergüenza, cagarse de miedo y mearse porque no tenía más ganas de aguantar y ya no le importaba nada, solo quería aflojarse, y eso hizo.

  Alguno lo agarro al vuelo antes de que sus piernas lo dejaran caer, mientras otro recuperaba el revólver, haciendo enseguida la mímica de su tiroteo ficticio, y todos se agarraban el pecho, falsamente heridos, o caían riendo, como un juego de niños.  

  Una sonrisa triste se pintó en su cara, acordándose de las tardes con su primo jugando con pistolas de juguete, otro perro se acercó a olerlo, mientras caminaba para afuera, lo acompañarían hasta su casa, arrastrando las patas, sin reproches, después de todo había demostrado algo, no se había arrodillado ni cedido completamente a su miedo… 

  Iba pensando en las últimas palabras del Gallego, en la escuela, que todavía podía retomar, en otras tardes trabajando en el salón, en su casa y su ropa lavada, ni se dio cuenta que habían llegado.

  Abrieron la puerta solo después de espiar largamente por las rendijas de la puerta.

  ¡Buenas tardes Señora!  ¡Acá está el nene!  ¡Enterito como lo mando Doña Cata! Ahí el Gallego le manda saludos y unas cositas para sus hijos, y hasta le devuelve este ¡Medio cagado!  Mejor si va a la escuela y estudia, porque no sirve ni para matar perros, jajajaja y lo soltaron porque a la vista de su casa ya podía pararse solo.

  Ellos se fueron riéndose y apuntándose con las armas, cargadas estas, de verdad, y el entro a la casa sin hablar, mientras su madre empezaba a desparramar los comestibles arriba de la mesa.  

  Agarro la garrafa que nunca había querido llevar, mirando burlonamente como su madre y su hermana le cruzaban un palo y la cargaban entre las dos, y sin acordarse de que estaba cagado, se la revoleo al hombro, para ir a cambiarla al almacén, a dos cuadras. 

  Los niños en la calle lo miraban distinto pero el no saludó a nadie, tenía un pozo en el estómago, un sol saliendo en el pecho, un perro atigrado colgando de su cabeza, y unas cuantas cosas que hacer hasta mañana, cuando volviera al tercer año.

 

24 septiembre

Niño Dios

 

 

El niño no terminaba de entender, y acosaba al dios:

_…Señor -preguntó-  ¿Porque debo ser sacrificado, entonces?

_Porque solo así saldrán adelante los predestinados…

_¿Y porque no pueden hacerlo solos?  Preguntó otra vez

_Porque tienen mucho que aprender, y tú lo vales, eres su comida, digamos, sino el conocimiento que hace girar el mundo se perdería y todos perderíamos nuestro mundo, es bastante fácil de entender, porque no lo haces y ya…

_¿Y porque no podrían hacerlo solos?   Lo interrumpió el niño, sin conciencia de haberse convertido en una molestia, y estar irritando al dios.

_Porque aprender a alabarme los convierte en niños indefensos, y tienen que ser acunados, alimentados y guiados hasta el último día, aunque, créeme, es la única manera de que las cosas sigan como están…

_Yo no me siento indefenso.  Podría defenderme o elegir no ser sacrificado, afirmo rotundamente la criatura…

_¡No, no lo harás! Se impacientó el dios, vociferando, ya harto de dar explicaciones que lo rebajaban ¡Porque el temor te lo impedirá, y seguirás tu camino como todos los demás!

_Yo jamás temeré a nada, y me saltare las reglas que designan mi muerte.

_Jajajajajajaja.  Puedes tomar el camino opuesto si quieres, me da igual, te prometo diversión sin fin, y sin culpa, y nada te faltara, es más ¡¡Hasta puedes ser uno de los elegidos, si eso te hace feliz!!  Rio el dios, y luego se puso serio, dictaminando… toda tu educación se reducirá a inculcarte el miedo ¿Cómo podrías evitarlo?  ¡Tú mismo elegirás tu camino, no hay designio en realidad!

(El niño sintió que se inflaba, que otro tipo de energía lo invadía, la percepción…)

_¡Evitare asimilar las enseñanzas, y seré libre!

_Bla bla bla,  ya me has agotado la paciencia, sal de mi vista, ahí tienes la puerta que te corresponde, cuando termines el pasillo, podrás nacer…

_Ya no te creo nada ¿cómo sé que esa puerta no lleva a una trampa?

_Porque yo jamás miento

_Y entonces… ¿puedo evitar mi destino de ser sacrificado a ellos?

_¡No! Grito la imagen grandiosamente.

_Jajajaja!! ¡¡Te has delatado!! No iré por esa puerta… y empezó a dar la vuelta

_¡¡¡Sal de aquí o te fulminare insensato!!!   ¡¡¡¡Sufrirás mi castigo por toda la eternidad…!!!!

_Jajajaja -

  Reía el niño y lo dejo hablando solo, hasta quedar duro de asombro, impensablemente…

Había dado la vuelta y estaba atrás del dios, y atrás del dios no había nada, era solo una fachada, donde un imbécil con dinero, hablaba a través de un altoparlante…

Al verlo, salto de su escalera y salió corriendo, espantado, y el niño lo siguió

Salieron los dos por la misma puerta, antes oculta por el inmenso decorado, pero el miedo dominaba al escuálido y pálido hombre, y el niño lo salto justo cuando se cubría esperando un golpe mortal.  No miro atrás, ni escucho las palabras del imbécil: ¡¡¡Lo olvidaras, toma el camino que quieras, todo lo olvidaras…!!!

  Con tanto ajetreo se había atrasado en su trabajo, y ya venía bastante mal ese día.  Se acomodó en su tarima, probo el altavoz aclarándose la garganta y recién ahí contesto al insistente golpear de la gran puerta

  _¡Adelante! Puedes pasar…

_¡¡Hola!!  Dijo la niña, sin demostrar miedo ni reverencia, ni siquiera admiración…

_El imbécil sintió que le empezaba a doler la cabeza…

Basural

 

 


Estábamos con el Pato, y el Matungo, habíamos cruzado un viracho en la laguna, persiguiéndolo con nuestras piedras, antes de recorrer la costa buscando anzuelos y plomadas, piedras buenas y pescados muertos, al final dejamos todo en un escondite, para volver a pescar mañana.  

  El día era soleado y no queríamos volver porque habíamos salido sin nuestros gorros, y seguramente nos castigarían dejándonos adentro.  

  Recorrimos el basural, entonces, sin encontrar nada que valga la pena, salvo el Pato que se llevaba un hermoso conejo de peluche, azulado, que solo estaba un poco descosido y sucio.  

  Dábamos vuelta la basura para ver si aparecía alguna víbora de colores,  o algo raro, que nos sirviera para hacer una nave espacial o un auto de carrera, pero todo estaba quemado, y encontramos muy pocas piezas, aunque una, llena de luces de colores, botones y palancas, valía la pena por todas y nos decidimos por la nave espacial, arrastrándola para casa, ya encontraríamos otras piezas.  

  Igual, todavía no podíamos volver, así que la dejamos al pie del muro, donde no podían vernos, y nos sentamos un rato a descansar abajo del ceibo, yo no tenía nada que contar, así que estaba por inventar algo cuando por suerte vi al Viejo De La Bolsa que venía caminando, y salimos corriendo, a escondernos en la selva…

  El viejo pasaba caminando tan lentamente que no terminaba nunca, y la bolsa en su hombro, bien llena, capaz con un niño, o sus pedazos, que iba a comer a su casa.  Habíamos quedado bien quietos y callados, cuando el Pato, que boludo! 

  Capaz por el mismo miedo le pego un grito, y el viejo se dio vuelta, nosotros lo miramos para pegarle un coño pero él se quedó congelado mirando al viejo, que se venía, se venía, y saltamos de nuestro escondite para correr pero el Pato no podía, y se estaba meando en el lugar.  

  Con todo el miedo que teníamos ni podíamos agarrar las piedras pero íbamos a salvar a nuestro compañero antes que se lo lleve, el Pato congelado…

  Finalmente logramos conectar el primer disparo, que picó cerca, haciéndolo detener, y ahí tiramos y tiramos, pegándole algún gomerazo, errábamos casi todos por miedo a pegarle a la bolsa, donde el niño todavía se podía salvar.  

  El viejo corría despacito y nos puteaba, y hasta lo corrimos un poco, así aprendería a no pasar más por nuestro territorio, ni asustar a nuestros amigos, horas pensamos donde tendría la cueva, y lo astuto que era al andar solo a la siesta, cuando los grandes duermen, y los niños estamos solos.  También ¿Si era una niña, la que llevaba? 

  ¡Seguro que se la comía!  Las niñas no pelean, solo lloran y se tiran al piso, no tenía salvación ¡y nosotros lo dejamos escapar!  Aunque nos acordamos de la Malena, y de la Boca de Víbora, que trepaban a los árboles, peleaban y jugaban al futbol igual que nosotros y nos quedamos un poco más tranquilos.  Igual íbamos a avisar a nuestros papas, pero teníamos que esperar que el Pato se seque.


  Pusimos las botellas en fila, verdes blancas y marrones, contamos quince pasos y empezamos a tirar. El que perdiera se iba con el pantalón meado ¡yo no iba a perder ni loco! 

  Ya iba rompiendo tres cuando vi unas botas, y doy vuelta la cabeza… eran dos policías que nos miraban, se habían acercado sin hacer ruido… que susto nos pegamos, nos agarraron con las manos en la masa, bajamos las gomeras, mirando los uniformes, llenos de balas, cartuchos, las pistola, y las escopetas, todo nos encandilaba con el sol.  

  Y nos olvidamos del viejo de la bolsa.  Un policía nos dijo, a ver esas gomeras ¿nos dejan unos tiros?  Y se las dimos, y agarraron una cada uno, devolviendo la mía, esta no, no sirve ¡será que no entendían nada! Y empezaron a tirar, desde donde estábamos nosotros. 

  ¡Fa, yo cuando era chico era buenísimo en esto! Decían y se arrimaban otro paso, pero también le erraban, al final terminaron tirándoles desde re cerca pero tampoco le pegaban y nosotros ya nos reíamos y los alentábamos, de tan maletas que eran. 

  El que venía más rabioso se pegó en el dedo y ahí fue cuando saco la escopeta y partió todas las botellas a tiros, así se hace gurises, no hay que tener piedad, el otro se reía y nos hacía señas, este está loco. Estábamos aturdidos y no sabíamos que hacer…  

  _Y mira este boludo, se meó!!

_No.. si yo ya estaba meado ¡No me dan miedo los tiros! 

_¿Ah no?   

  Pero por suerte el otro dijo: Váyanse!  Y nos devolvió las gomeras.  ...Y no vengan más por estos lugares, que son peligrosos.  

  No necesitábamos más invitación, así que salimos corriendo, pero estábamos tan asustados que no queríamos volver a nuestras casas porque íbamos a tener que contar y nos iban a retar.  El Matungo tenía fósforos, así que fuimos abajo del ceibo a fumar ramitas, mientras nos tranquilizábamos. 

  Llegamos con las gomeras colgando del cuello, como si no hubiera pasado nada, justo antes que se ponga el sol, en la puerta de nuestras casas, estaban nuestras madres, que nos abarajaron para adentro a los chirlos, y no entendíamos nada. 

  Si ni siquiera volvimos de noche. Me mandaron a dormir sin comer, castigado, y yo que ni sueño tenía.  Papá y mamá charlaban en la cocina, que andaba desaparecido el gringo no se cuánto, y yo pensaba adonde se habrá ido, ya va a aparecer que tanto drama se hacen, y ellos muy serios chismeando la vida de los demás. 

  Ya me estaba durmiendo cuando vino el Calo, hablando bajito, y paso a la cocina, y alcance a escuchar que habían encontrado un muerto en el basural...

  ¡En el basural!  ¡Y nosotros no lo vimos! Y mama lloraba y seguían hablando así, bajito, parece que no era el gringo, ni nadie conocido, ni el viejo de la bolsa, no era del barrio. Y salieron con papá y yo me dormí, y soñé toda la noche que me corría el viejo de la bolsa vestido de policía…

   Me desperté re temprano, todos dormían, sabía que no me iban a dar permiso, así que pase en puntas de pie, agarre el pan y salí a la calle, derecho al basural, a ver si todavía se veía algo, sabía que en cualquier momento iban a aparecer el Matungo y el Pato.


19 septiembre

Creciendo juntos

 


 

 


Tuve que retarla a Maia, porque les había dado un par de aerosoles, para que dibujen en la pared, y había puesto, además de los suyos, además de las abstractas pinturas y caritas, los nombres de un par de amigas, en nuestra casa, lo que ya le daba un aspecto de lugar abandonado, y yo que pensando en irme lejos y dejar todo a la buena de dios y la colaboración de mis vecinos, le explicaba lo que son las paredes y los nombres, y que ella solo podía poner su nombre, en su casa, y ninguno ajeno…  

  A veces en mi barrio, cualquier provocación redime a los usurpadores de culpa, y la más grosera es el tiempo y el abandono de hogar.  Entonces a ordenar un poco y retirar los pedazos de nailon que habían aterrizado para matizar, a ver si la próxima vez el juego no es a dejar todo revuelto, ya que sus amiguitos se vuelven a su casa, y yo quedo con poco tiempo de recomponer la situación.  Cosechando de la huerta y cocinando se fue media tarde, aunque salimos igual a ver si todavía podíamos ver algo del espectáculo…

  Recorrimos todo el muro, cortando después camino por el barrio atrás de la cancha de wanders, Ciro preguntando todo lo que le llamaba la atención, y yo tratando de explicar lo mejor posible. 

 Su interés iba desde los montones de escombros hasta la ropa tirada, los arboles caídos y los variados animales muertos y vivos… acabábamos de pasar de a uno por una tabla rota que hacía de puentecito, cuando un patrullero que salía marcha atrás de una cortada, lleno de policías, da la vuelta y encara en nuestra dirección, y lentamente nos sobrepasa.

  Rebasa a un par de muchachos que iban más adelante y frena: con solo mirarlos uno se arrimó a la camioneta, donde se bajaban dos milicos, que antes que nada lo palparon de armas para sentirse seguros, el compañero se había sentado al borde de un zanjón y esperaba. 

  Los milicos interrogaban al gurí, y este contestaba, de todas maneras, un minuto más y siguieron su camino, estarían buscando a algún otro…

  Seguíamos caminando ahora por las vías, Ciro juntando cosas, porque ¡todo le sirve! Mientras yo charlaba con Maia, la gente miraba atrás de sus tejidos y latas, sin acertar a conocernos. 

   En el cruce de la calle, algunos adultos en ronda charlaban mirando a un atento niño, unos metros más acá, mientras vigilaban la evolución del patrullero, finalmente un asentimiento de cabeza, y el pequeño, que no contaría mas que cinco años, tira un arma a la alcantarilla, bajo el agua, y se queda jugando con los demás, a correrse en patas por la vía. 

  Igualmente paso sin novedad la camioneta, tensos los milicos adentro sin frenar más ni bajarse, daban ganas de hacerles ¡buh! Como un fantasma, para cristalizar ese miedo…

  Pero ese miedo se transmite al gatillo de la escopeta, de la pistola nueve milímetros, y no vale la pena provocarlos, así que todos los miraban solo como si fueran una cebra caminando fuera del zoológico “…volvé a tu jaula sin patear a nadie antes de que a alguno se le ocurra meterte a la parrilla…”

  Ciro que nunca para de preguntar cuantas cuadras faltan, y yo siempre que cuatro no más… pasamos al lado de un trio de gurises que fumaban y tomaban alcohol, flacos como alambres, y cortamos por adentro de la estación, porque llegábamos tarde, sabiendo que el vigilante nos haría dar la vuelta como ya nos pasó una vez, aunque también podría ser que no.  

  Ahora era el turno de reprender a Ciro, que insistía en dar vuelta una manija de cambio de vías, explicándole que si volcaba un tren iba a ir preso y se quedaba sin papá… mirábamos las máquinas y vagones, asombrados ellos, entre los mecánicos lentos e indiferentes.

 Casi llegando a la meta, apareció el guardián, con su prohibición… ¡vamos a la estación! Le digo… ¡Bueno, bueno dale! Confirmando sus palabras con un movimiento resignado de cabeza. 


  Recordando el viaje en el Gran Capitán, subimos finalmente al mismo andén donde habíamos finalizado nuestra vuelta, y llegamos al salón, donde Los Tinguiritas daban su espectáculo.  

  Pagamos y entramos, Ciro se fue adelante, y nosotros salimos casi inmediatamente, a jugar en la locomotora vieja Maia, y yo a charlar con una amiga que tiraba el paño ahí afuera… ¡El lugar estaba demasiado repleto!

Cuando terminó, cruzamos la pasarela y me quede con ellos jugando en las prohibidas formaciones ferroviarias, explorando todo y trepando, venciendo sus miedos.  Maia(pretendía mandarlo a Ciro primero) no se animaba a saltar de un vagón al  de al lado, para lo que le sobraba paño, como finalmente demostró, y Ciro que insistía en hacerlo...

   Lo atajé en su prueba, al otro lado, parando su rodillita con mi cara, al abarajarlo, para que compruebe por el mismo que todavía no le daban sus patitas, tratando de ponerle una gota de sensatez a su audacia, ya que los vagones son bastante duros, mucho más que nuestros respectivos frágiles huesos. 

  Medio noqueado, aproveche igualmente para recordarles la fuerza que podían darle a un rodillazo en caso de tener que defenderse.

  Y registraron cada rincón y cada escalera, hasta que anocheció, como hice yo a su edad, “cortando camino” esta vez por la costanera, pasando por el peor cyber del barrio, fracasando una vez más en iniciar el Face de Maia…  hasta que llegamos a casa arrastrando el cansancio y el frio nocturno por el murallón lleno de charcos, y Ciro contando las cuadras, esta vez siguiendo su ritmo, lentamente, para llegar y reponer fuerzas, en el poco tiempo que tenemos juntos…

  Todavía me faltaba hacerlo llorar, intentando sacarlo un poco de sus límites, para borrar el “no puedo” que lo ganaba a veces, presionando sus seis años, ignorando olímpicamente los intentos de mediación de Maia… ¡dejándolos enojados conmigo por una semana entera!

De madera

 

 

   Llovía, llovía, llovía, llovía, una vez el Pato le había contado de la lluvia en alta mar, de cómo la tormenta  empezaba sin avisar, de golpe, y la tormenta misma se encargaba de borrar todo punto de referencia, toda dirección, toda esperanza, hasta que la única ilusión se remitía a no toparse de golpe, mirándose las caras espantadas, con otro barquito amarillo y perdido, viejo de maderas caducas, y entrelazarse en un crujido de árboles cayendo, que nadie oiría, sin embargo, preocupados de aferrarse a una tabla, para congelarse colgando los pies en el agua, flácidos como la esperanza de ver el  sol.  

  Ocho de cada diez solo se dejarían ir, para no alargar el sufrimiento, porque, inexplicablemente, era regla que casi ninguno de los pescadores artesanales supiera nadar, mucho menos en el mar picado, en ese espectáculo avasallante de espuma viva.


  A pesar de todo soñaba con ser pescador, a pesar de la cara de espectro del Pato cuando volvió para perderse de nuevo, para enfilar a la ciudad vieja de Montevideo, llevando una nube negra atrás, tan nítida, que estos días hacían recordarlo como si estuviera acá… saco la cabeza por la puerta y empujo con su mano el nailon panzudo, haciendo que el agua acumulada por la lluvia cayera en la olla, llenándola en un segundo.  

  Sin volcar, lleno el botellón de agua y repitió la operación, esta vez dejando la olla adentro, sobre las maderas sucias de hollín de la tarima que hacía de mesada, porque cada tarima tenía una función  específica, y no podía ser cambiada sin perder funcionalidad, a pesar de ser todas iguales, evaluaba finamente si el gas de la garrafa duraría lo suficiente para cocinar, o se terminaría antes en un desperdicio de recursos insolucionable un día como hoy.

   El Pato le había contado que cuando empezó la tormenta recién se propusieron contar los salvavidas, dándose cuenta que nunca los habían tenido, en su despreocupación de cruzar el mar como carretas viejas en la huella siempre bien marcada, en su atención solo fija en el cardumen esquivo, dibujado por rumores, que nunca eran ciertos y solo los alejaban de la pesca, pues en el mar, como en la tierra, cada uno solo era cada uno, y nadie vivía para los demás. 

  Solo los pesqueros modernos, como una limosna, les daban a veces la ubicación del pescado, después de arrasar el banco con sus redes de arrastre, pero ellos sabían que entre el desprecio fingido se escondía la admiración por su arte, su osadía, su fijación en la supervivencia, a pesar de que nunca podrían adquirir un sonar, ni siquiera un salvavidas de buena calidad…

  Agregó una arandela a la junta y enrosco la garrafa hasta que quedo solo un poco ladeada, no servía, tuvo que poner pilas de ladrillos musgosos a cada lado para que afirmen el peso de la olla, sin correr riesgos de que se desconecte la hornalla, y caiga el guiso al piso, con el único paquete de arroz a medio cocinar avanzando por  el piso, surfeando en el agua caliente, llamando a los perros flacos, que harían de ese desperdicio su única comida en todo el día.  

  Recordó a su hermano saltando de entusiasmo, contando la fiesta que se vivía cuando un tiburón dientudo caía de casualidad en sus redes, peleador y completamente salvaje hasta el último minuto, haciéndolos saltar de un lado al otro de la cubierta con sus coletazos, abriendo y cerrando la boca mucho después todavía de descuidarse, de cansarse de romper la red y dejar que el cuchillo entre en su cabeza, derritiendo su maldad pero no su voluntad de hacer daño, reflejo que continuaba hasta que era solo huesos, carneado entero colgando de los ganchos, cerrando todavía su prensa de nueve hileras de dientes, muerto hace rato en la costa arriba de una mesada de madera dura. Rodeado de turistas que lo admiraban y temían a la vez.   

  O poniendo su nariz y la del barco hacia la costa, pues ya estaba hecho el día con él, y les daba a todos unas horas de más para estar en su casa y unos pesos más que gastar, porque lo vendían entero a la fábrica de atún, sin tener que regatear en la costa, haciéndolo milanesas, con los turistas ignorantes de todo, preguntando como cocinar un pescado a la manera de los restoranes caros,  que no podían pagar… acaricio el afilado diente de escualo que colgaba de su cuello, y pensó en el, recorriendo las calles, desafiando a los policías, buscando alguna changa en el puerto de la gran ciudad, sin carnet ni referencias más que su cara y brazos retostados y cruzados de cicatrices.  Su cabeza llena de leyendas.

  A medida que crecía las dudas empezaban a roer la credibilidad de las  historias de su hermano, como las olas del tiempo hacían con los maderos del puerto, hasta que un día se partían de flacos… faltaba poco para que lo acepten, iría al mar, en un barco nuevo, y vería por sus mismos ojos todo lo que había escuchado, pero el agua hervía, desperdiciando el gas de la garrafita, y saco en una taza un poco de agua hirviente antes de poner la sal y el arroz y las papas. 

  Y nada más. Cargo la mamadera hasta la mitad, con el agua caliente y diluyo la leche en polvo, calculando la medida para que dure hasta el otro día, cuando el sol le permitiera ir al comedor. Completo con agua fría del botellón de plástico y recién ahí tomo un trago para confirmar recién lo que ya sabía, el agua de lluvia tenía ese gusto… se quedó pensando en la vida de los indios, libres y dueños de todo, sin necesidad de gas ni leche en polvo. 

  Las manitos agarraron la mamadera, la cara concentrada del niño no variaría hasta devolverla vacía, satisfecho, sin más necesidades que mirar todo con sus ojos grandes, cagarse encima y esperar a su madre, para disfrutar de su voz, reír de las cosquillas que le haría cuando llegue cansada, tirando la cartera y el vestido mojado sobre la tarima que hacía de perchero, parada de canto.  Para caer sobre la cama, abrazar a la criatura, cambiarla y contar los billetes que separaría para pagarle al Paraguayo, antes de dormir.  

  Recordó la cara de su hermano, cuando volvió en la camioneta de la prefectura, sordo y mudo, ciego a las preguntas que le hacían sus sobrinos, abrazado a su mismo cuero en un rincón, terco en su silencio.  Solo al otro día comió algo y conto como el Pinocho le había tirado una  tabla deslizándola sobre las olas, antes de hundirse el mismo en el agua, como mandándole sobrevivir, como riéndose por última vez del chiste de cada día.

   Siempre decían que cuando se hunda el barquito de lo podrido que estaba, el único que se iba a salvar era el, porque era de madera y flotaría.  Solo se había hundido, sin luchar, mirándolo como si estuviera izando un tiburón, después hundiéndose en el agua como el día se hundía en la noche de las nubes negras y los relámpagos fosforescentes. 

  Y vivió, hasta que dejo de ver a sus compañeros agitando los brazos y gritándose  desde el lomo de las olas, entre los pedazos  rotos de tablas y las trombas de agua que iban de arriba para abajo y desde abajo hacia arriba y a los costados, casi sin dejarlo respirar, hasta que los gritos se fueron apagando, los brazos hundiéndose en el mar, los retazos del naufragio alejándose, y finalmente los relámpagos apagándose, dejando de pasar esas diapositivas crueles, hasta que el sol salió en el mar calmo, y los prefectos lo encontraron y lo depositaron en la lancha, agarrado todavía a la tabla,  pensando que estaba muerto de tan abiertos que tenía los ojos y tan duro que tenía el cuerpo castigado. 

  Mientras, el solo seguía escapando del temblor de la muerte que lo había espoleado  toda la noche, en los  ojos del Pinocho, que había cambiado su vida por la suya, sin dar lugar a jamás pagar esa deuda…

   Tirado de costado mirando el blanco y pulido borde contra el cielo, recién se aflojo y empezó a llorar, asustando a los milicos, haciendo caer a uno al agua, del salto imprevisto que había dado su cuerpo, ante el muerto que lo miraba llorando… dicen que durante horas no pudieron despegarlo de la tabla, marcada de viejos cuchillos, donde fileteaban los peces que harían escalopes para el almuerzo en el mar. 

  Solo pudieron envolverlo de frazadas, masajearlo duramente y hablarle sin parar durante el viaje acelerado hasta el puerto, donde la ambulancia lo llevara hasta la clínica, desde la rada donde dieciséis familias todavía tenían la esperanza de recibir a sus seres queridos en vez de plantar una cruz más en la costa, recordando el día en que las aguas se habían comido el cuerpo de valientes, temerarios pescadores.

  Vida de pobres, vida de perros, pensó, mientras espantaba de una patada al cachorro que olfateaba la olla caliente, a riesgo de volcarla. 

 


15 septiembre

Por un par de monedas

 


 

 

Conté las monedas una por una, acomodándolas en pilas, bien despacio, disfrutando del momento de ansiedad que pasaba el Monito… sonó el timbre y me levante volteando todo, antes de terminar.  Era el Pingüino, mande a la Cuca a vender y volví, empezando de nuevo, la ansiedad del Monito lo llevo a decir que ya estaba, que estaban bien. 

  Agarro todo en mis manos y se lo entrego: mira, si vos me vas a decir cómo hacer mi negocio, tal vez… no, seguramente lo podes hacer mejor que yo y no necesitas revisar los cajones de tu vieja para comprar un puto porro, ni llorar que te faltan 25 centavos solo para comprarte un chupetín como un nene, toma.

  Se me queda mirando, con el metal en las manos, desconsolado, yo prendo uno y empiezo a fumar para bajar un poco, en realidad hace rato tenía ganas de pegarle pero quedaba demasiado abusivo, iba a tener que mandar uno de los gurisitos, más de su talla… la Cuqui callada me trae un billete y se lo muestro a él. ¿No podes cambiar esa mierda por esto en un quiosco? ¿O estas tratando de hundirme el piso de mi casa con tantas monedas?...


  La Cuqui miraba atentamente, solo me estaba divirtiendo, el monito aguantaba la humillación callado, y quieto, así que le hago volar todo de un manotazo.  Ahí quedamos solos: juntalas vos rata y contalas y si falta un solo centavo te voy a atar al ventilador para que puedas aprender el negocio de cerca. (Lo que pasa es que habíamos estado leyendo la cenicienta esos días, hoy capaz lo terminábamos, casi voy a buscar una bolsa de lentejas para agregar a las monedas).  

  Yo sabía que faltaban 25 centavos, porque ya las había contado, y esperaba a ver que hacía, y el audaz que dice: faltan 25 centavos, se deben haber perdido debajo de un mueble, estaba todo. Bueno.  Agarro y pongo las monedas en un frasco vacío,  los gurises lo querían porque sabían que odio las monedas, y terminaban siendo para ellos… Cucaaaaaaaaa!!!

Grito tan fuerte que el Monito casi sale corriendo, sin entender nada, cola de paja jajajaja, trae una escoba vamos a revisar todo, se perdieron 25 centavos, ¿Me convidás? Dice el… Ni le contesto, y me tiro en el sillón mientras fumo y cambio la música.  ¿Qué? ¿No te pega el humo? ¡Para vos es gratis! Barre todo “debajo de los muebles” lo reparo (a ver si aparece la moneda que nunca existió) y ya no había vueltas, tenía que aparecer, iba a largar el canuto o no entraba más. 

  ¡Un peso! Ese es mío, toma Cuqui, gracias por portarte bien, y se lo regalo. Yo lo miraba atentamente, tratando de localizar el momento en que saque la moneda de su bolsillo, pero no, barría con dedicación todo abajo, todos los rincones, y hasta la cortina… esa es la pieza de las nenas atrevido ¿Que querés, robarte una bombacha?

  ¿Y? No, no sé qué paso, no está, dice para disimular. No sabía cómo seguir, estaba pensando en darle el porro, o en venderle una mitad jajaja o… ¡tengo un chupetín, dice, te lo doy para la Cuca por los 25!

  Mirá, los dulces hacen mal a los dientes, y a ella le compra las cosas su papa, además se llama Graciela, la próxima vez que le hables a mi hija te mato como un perro, toma, anda al quiosco, y devolvé ese chupetín, y cambiale las monedas, seguramente le van a re servir y te va a decir que si ¡y vení cuando tengas papel, o no vengas más! 

  Agarro todas las monedas del frasco y se las pongo en las manos, distrayendo una de 25 entre mis dedos, para que sigan sin dar las cuentas, sonriendo mientras nos mirábamos a los ojos, el esquivando y yo moviéndome para no perderlo. 

  No volvió hasta la noche, tanto le había costado conseguir el resto, lo hago atender por la Graci, mientras nos quedábamos con Macarena espiando a ver como se portaba… todo bien.

  Mañana voy a tener que comprar más, pienso mirando los pocos billetes, el montón de monedas, armados, y los últimos papelillos, mando a dormir a los gurises, con el libro bajo el brazo, no alcanzo a terminar, porque se duermen antes, y yo también, salvo el Tomi que tiene los horarios cambiados, la Negra que ya debe estar por llegar, hoy vuelve tarde.  Pero palmean las manos, agarro las velas y salgo a la puerta ¡no puede ser! ¡El Monito otra vez! 

  Con la mano cerrada, mientras sigue rebuscando en los bolsillos, ya sé que está lleno de monedas… ¿qué te dije la concha de tu madre? A ver pasa… (Este viene a hacer el mandado) toma Nego, contalas vos… (¡¡¡Como si fuera el mulo de él!!!)  Ta bien, ta bien, no quiero escucharte más, o voy a tener pesadillas, todo bien, toma, chau. Y me voy a acostar, pero antes de dejar todo como esta, quiero asegurarme de algo y vuelvo a contar las monedas, faltan cincuenta centavos, Mono de mierda, jajajajajajaja ¡mañana te arreglo! 

  Que difícil que es vender, pienso, mirando el cielorraso, donde escondemos el baguyo.  Un día de estos largo todo, pienso sin creerme, sé que no alcanza vender armados, encima quemo la casa al pedo.  Que solo tengo que mejorar la compra, armar paquetes y hacer volar la mercancía, poner un par de guachos a mover así dejo de trabajar por monedas. 

 Me levanto y pongo la pava en el fuego, ya casi es la hora… pienso en el Monito y su necesidad, ¿hasta qué punto puedo confiar en una persona que le roba a sus padres? Lo tacho.   Todavía no tengo a nadie…

 

El campo, la vida, el sol sangrante...

 


 

  El campo iba corriendo alrededor, en casa estaría despertándose Maia, absorbiendo todo con sus radares, mientras la madre revolvía el dulce de leche… ya los terneros habrían terminado de mamar la leche que sobraba en las ubres de sus madres, mientras el amanecer iba pintando de colores la penumbra de las primeras horas de actividad matutina.

  Pensaba en ellas permanentemente, en nosotros, en mí, hasta qué punto podríamos aguantar, hasta qué punto valdría la pena la decisión orgullosa de quedarnos, así, en estas condiciones, engañados por el recuerdo de la voluntad de un hombre que había hecho todo distinto, que había forjado todo, pero que no estaba para cuidarnos.  Vivíamos como en una burbuja, donde todo se nos era ocultado, negado, falsificado.

  Paramos en la puerta de cimbra, con el acoplado atrás cargado hasta las pelotas, y nosotros encaramados a los guardabarros.  El capataz comandaba el tractor, lo que era bastante raro, pero no lo entendí tan rápido. Mientras uno se bajaba a abrir la puerta, otro me ofreció un cigarrillo, que acepte, y agarre el encendedor para prenderlo.  

  En ese momento, con mis manos en el aire, montado sobre la temblorosa máquina, tendría que haberme dado cuenta que ofrecía un segundo de vulnerabilidad, pero solo pude afrontarlo al arrancar violentamente la maquina en un salto que hizo avanzar todo unos metros, suficientes para pasarme por arriba si hubiera caído bajo sus ruedas en vez de agarrarme en un instintivo segundo del fierro del asiento del conductor, haciendo una palanca que pudo contrarrestar el vuelo de mi cuerpo, dejándome el brazo dolorido, torcido y golpeado pero vivo, mientras volaba mi gorro a la huella y los pelos de mi cabeza acariciaban el barro de la gigantesca rueda.

  El encendedor se perdió volando, como para recordarme luego, cuando lo busque en mis bolsillos ¡Lo mal que podía hacerme fumar!

  Mordiendo el pucho quebrado, mientras el sol se dibujaba como una bola blanca entre las nubes, subiendo desde atrás de las arboledas, escuchaba las explicaciones asombradas del tipo, sin escucharlas, de cómo había zafado el cambio, y que los tractores viejos, y que... tanta mierda más.  

  Mientras, le sonreía y pensaba cuantas muertes serian realmente accidentales, en esta licuadora de ambiciones que es el campo:  inmensas superficies de balances millonarios en sus dividendos, a pesar del pésimo manejo que era regla, lejano o desinteresado en sus controles.  Territorios de infinitas posibilidades, con solo despertarse y trabajar de sol a sol, convirtiendo a los ciclos naturales en ganancia.  

  Claro que eso no  era para todos, y generalmente los herederos no salían de las cómodas ciudades, donde podían mirar televisión por cable…

  Me sentía vivo, feliz de haber superado el trance, pues me daba una semana de respiro, ya que no lo repetirían tan cercano en el tiempo, disimulando al pensar que yo seguía siendo un espectador inocente, ignorante de sus intenciones, de sus manejos, de sus alianzas. 

 Sin asumir el dolor de mi cuerpo saltaba a tierra y bajaba rabiosamente una bolsa de sal para desparramar en el comedero, con un entusiasmo que sabía los desmoralizaba, aunque ellos no sabían que nunca nos iríamos.

  Sin novedades, continuó el día, al ritmo justo para respetar el cuerpo, mirando los animales, el cielo, los árboles, comentando, transmitiendo sin egoísmo el conocimiento, aunque no sin arrogancia, no sin malicia, recordando viejos gauchos, y su vida en los tiempos de antes, bajándonos para atar un alambrado caído, o asegurar un poste.  

 Y volvimos con el mismo acoplado lleno de palos de eucaliptus, mientras el rojizo del cielo ya empezaba a asomar, entre las altas nubes.  De la motosierra, yo ni cerca por las dudas…

  Por suerte mi casa era una isla, que habíamos logrado proteger al fin de la entrada prepotente del capataz, luego del horario de trabajo, cuando el alcohol reinaba en su mundo, y su minucioso registro de nuestras cosas, que siendo tan pocas, colgando de clavos, llenaban,  sin embargo las paredes del minúsculo hogar.  

  Estábamos cocinando esos fideos cuando se acerca tambaleante y cruza los corrales donde ya estaban encerrados los terneros de las lecheras, parecía venir para acá, pero era imposible, ya que llevaba un cuarto de oveja, carneada por la mañana, y sabíamos que a nosotros no nos tocaba, no nos tocaría nunca, nada.  

  Y a la vista de nuestra puerta, como a ver si le decían algo, saca su enorme cuchillo y empieza a cortarlo en lonjas grandes que tiraba a los perros entre salvajes puteadas que eran dirigidas sin embargo, disimuladamente a nosotros.  

  Yo recordaba su expresión de derrota de la mañana, su perdida acelerada de prestigio entre la peonada, y miraba el espectáculo respirando su bronca, “¿Por qué hace eso? ¿Por qué no nos da a nosotros?” Todavía escuche a mis espaldas, sin poder todavía explicar el nudo de intereses mezquinos en el que habíamos caído. 

  Con solo mirar crecer a nuestra hija, toda la estupidez del mundo parecía ajena y lejana... ¡Pero cuan cerca nos seguía los pasos!  La oscuridad de la noche clausuraba el día lentamente.

  El gallo canto sobre nuestra ventana, como todas las mañanas, atronador, antes que termine la noche, pero yo ya no estaba: había empezado la siembra de arroz y estaba haciendo turno desde las cuatro de la mañana, cargando la sembradora en la chacra, imaginando crecer en los líneos recién sembrados, las futuras plantas, macollos, espigas cargadas de grano.  Todavía sin agua las taipas: tierra pelada  y negra, con solo algunos yuyos tenaces que habían sobrevivido a todas las herramientas de labranza.



   Primavera.  El aire frio de la madrugada estaba a esa temperatura justa, donde se puede disfrutar, donde se puede apreciar de a ratos el furioso intercambio entre el cielo y la tierra, tremendo, veloz, arrasando la tabla rasa de los campos invernales con el despliegue veloz de la competencia vegetal por crecer primero, para florecer y semillar, para permanecer…   

  Aunque en la chacra todo había sido muerto por los herbicidas sistémicos, residuales, dando a la dura semilla de arroz la oportunidad de elevarse sin problemas una al lado de la otra, hasta ser brizna, luego hoja, y finalmente manojo de tallos entre el barro.

  Eran las dos de la tarde, volvía con la alegría intensa de la siembra, de la transformación, de la esperanza recién comenzada, la promesa de un trabajo diario, arduo y persistente hasta que los carros se llenaran con el chorro de grano que el chimango extrajera de la panza de la trilladora.

  Estaba tan contento que no pude interpretar la espera de Fernanda con Maia en brazos, junto a la tranquera… no jugando a la sombra del eucaliptus sino aferrándola como a una tabla en el medio del mar, completamente seria, desacomodada en su expresión… ¿Qué pasó? Pregunté, viendo que estaban bien, temiendo alguna mala noticia de la ciudad.  

  Mi alegría se convirtió en pena, impotencia y rabia sorda, inútil, impracticable… la habían amenazado, apuntado con una escopeta de dos caños, entre el capataz y su principal adalid, así como estaba, con la criatura en brazos, que no había vuelto a soltar. 

  La primavera, las hectáreas, los kilómetros de campo reverdeciendo se cerraron oscuramente en mi contra, como un cerco que impedía cuidar a mi gente, encerrada en la inmensidad de la soledad y la desolación cotidiana.

  Sin intenciones de recordar el almuerzo, ya que el estómago se me había cerrado, y ni hablar a ella, nos mirábamos sin hablar, yo recibiendo mi hija, liberando la madre un poco de esa tensión muscular de los brazos apretados, sin saber qué hacer ni que decir, más que cerrarnos en nuestras intenciones, en un abrazo, una lagrima silenciosa que escapaba solo por rebalsamiento, una encrucijada del alma que nos ataba y nos expulsaba de la tierra a la vez.

  Tierra que nunca sería nuestra y a la que sin embargo dábamos todo cada día, con una convicción más allá de planes y dilemas.  Pero nuestra hija no tendría que haber sido un blanco en esa guerra.

  Cerrado en su falta de escrúpulos, el responsable material descansaba en la mesa bajo la galería de su casa, prepotente en su floreo, en sus gritos para exigir que calienten el agua del mate, al que besaba infielmente todas las tardes, antes de continuar con el vino y salir a los corrales chispeando su locura. 

  Cuando viene a la canilla a afilar el cuchillo, mientras llegaban de a uno los peones, lo intercepto para preguntarle qué había pasado, como es que los caños mortales de una escopeta se habían posado sobre mi familia, en mi ausencia, dejando a mi mujer aterrada y nerviosa, sin saber si salir a la huerta, o siquiera a la puerta de su casa por las dudas pudiera repetirse la amenaza. 

  Una carcajada socarrona, vengativa, fue la respuesta, que habían salido a matar pájaros carpinteros, porque eran de mal agüero (y yo me sentía lleno de plumas volando, en su imaginación), y que la escopeta ya no tenía cartuchos cuando habían hecho ese chiste… (Asunto cerrado) no, no, no tiene nada que ver, porque un día la escopeta está cargada y se escapa un perdigonazo, y no podes hacerle semejante chiste a una mujer con un bebe en brazos, y pretender que tenga gracia.  

  A nadie, no es ningún chiste, este cargada o descargada un arma, jamás podes apuntar a nadie.  Hablaba lo más tranquilo posible afirmando mis pies contra el suelo y la mirada en la punta de su sombrero.  

  Y él: revoleando el largo cuchillo recién afilado, retrucaba con asco, que no había falta ninguna y podría volver a pasar, que ningún pendejo como era yo le iba a decir lo que tenía que hacer… 

  El aire se enrarecía, alguno pasó en silencio por el costado a buscar su caballo, y finalmente: que no me importa nada y que te voy cagar a rebencazos cualquier día. 

  Y yo: que cuando quieras, como quieras, arreglamos esto, por más padrinos que te salven, no hay vuelta atrás y que no se repita, porque este pendejo te puede cagar a palos así estés fresco o mamado, que parece que se te viene el coraje solo de a ratos… contra mujeres y niñas indefensas…

  Y puede ser, si…que me caguen a palos, pero yo mando acá más que cualquiera… y bla bla bla y salió revoleando sus alpargatas contra el suelo, ante los ojos grandes de los que esperaban ya para empezar la tarde, y que nunca lo habían visto perder, ni agachar la cabeza salvo para marcar con furia a un animal con el fierro caliente.

  Una victoria pírrica, ya que al salvar a mi familia, la humillación pública recibida garantizaba una ola de intenciones macabras en contra mío, que las esperaría atento, porque había decidido no morir, mas destapar la olla podrida donde se cocinaban a fuego lento cientos de animales ajenos, praderas y chacras, montes, insumos y maquinas enormes, que no rendían cuentas más que en el papel, haciendo del administrador del campo un consumado actor que vivía llorando miserias, mientras robaba a sus tíos, primos, hermanos y sobrinos, como había robado antes también a sus padres y vecinos.

  Y ante su cara fastidiada por mi sola permanencia, referí los hechos como los había conocido, ya que parecía que había insultado al inocente capataz, que solo obedecía sus órdenes puntualmente, excelente, indispensable trabajador.  Yo que iba abriendo los ojos, sabia cuan excelente e indispensable era, hasta para cambiarle la marca a una jaula entera de animales, y toda clase de fraudes concebibles… 

  Solo relaté los hechos, sin negar nada, y que si volvía a repetirse, no había autoridad ni dios que salvaran a su empleado de un castigo tremendo y que no le convenía perder así a un hombre que le era tan útil, que se ocupara de mantener a los no combatientes afuera de la guerra sorda que ofrecía cada día.

  Más vale que estas palabras solo fueron insinuadas, porque la hipocresía mutua a la que nos obligaban nuestras posiciones, no dejaba lugar más que a mi mirada cabizbaja, triste, ante una realidad que “no entendía”, y el, actuando como patrón,  que debía reprender a su gente, envuelta en rencillas tontas, pero defendiendo al fin un sistema de valores que tenía otros códigos ajenos a mí.  

  Razón que demostraba que lo que había pasado no era más que lo que el tipo expresaba, una broma que había sido magnificada, mal comprendida.  No supo explicar porque en treinta años de historia, era la primera vez que afloraba este tipo de humor, doliéndose de enfrentarse a su (socio)capataz, por una falta menor que debía castigar simbólicamente para no develar su autoría intelectual, para no dejar de dibujar su ética mística, finamente escrupulosa de la boca para afuera!

  ¡¡Y todos al corral!!  Los caballos volaban entre rebencazos al lomo de las lentas y caprichosas vacas preñadas, entre espumarajos de sal, sangre y sudor, separando los lotes, gritando, puteando, galopando y frenando para parar un animal, corriéndose para que pase entre tremenda polvareda, armando los lotes que ya salían para sus respectivos pastos. 

  Lentos los toros, señoriales, con sus quinientos u ochocientos kilos de peso, desorientados los terneros, llamando a sus madres, balando, y enredándose al tratar de meterse por los alambrados. Cualquier caballo o vaca o toro podía convertirse en un arma mortal, y de hecho lo era, obligándonos a todos a una atención suprema, en este ajedrez donde la única facilidad era la falta de guampas de la raza Polled Hereford, criada adaptada y mejorada en años y años de sistemática selección.

 Yo debía además, atender al caballo del capataz que podría hacerme caer del mío, en una pechada que insistía cada tanto como un juego, para no terminar de alfombra bajo las pezuñas duras de los animales.

  …A veces, encontraba su mirada atrás de la manga, con Maia ofreciendo su sonrisa como un exorcismo, como diciendo “Seguí adelante, estamos acá”, a veces solo veía sus siluetas agachadas en la huerta, trasplantando y regando, intercambiando a través de la tierra, frustración por esperanza, dolor por alegría.

 En la cara, en los ojos del patrón, se podían dibujar dos signos pesos, fosforescentes de ambición y urgencia, evaluando la gordura y el estado de los animales, decidiendo con un ligero movimiento de cabeza, el paso a otro corral donde esperarían el camión, luego de volver a ser marcados, en un juego de escamoteos que no sabía que yo había logrado entender.

    Al tirarme en la cama, más tarde, ignorando los pedidos de que al menos coma algo, antes de cerrar los ojos, completamente molido, apenas sintiendo como me descalzaban y tapaban como a un niño, cuando terminaba mi largo día junto con el sol, sentía que todo había tenido sentido, aunque sin saber para que ni para quien, pero tanto esfuerzo solo podría ser para mejorar…

  Ignorábamos hasta qué punto iba a empeorar nuestra situación, hasta terminar llorando juntos, apoyados contra la balanza, al sol tibio de otras tardes, de otras primaveras negras, hasta ser expulsados como perros cimarrones al haber cumplido nuestra función, volviendo a foja cero, fumigados como cucarachas, asumiendo todo el desgaste, descartados, insultados, denigrados, sin esperanzas más que seguir sintiéndonos vivos, a pesar nuestro, por nuestros hijos, que nada tenían que ver con la estupidez inmensa de esa saga familiar que se revelaba  como un estigma, un peso tremendamente negativo en nuestro futuro…

  No sabíamos que después de todo, nos esperaría el invierno helado y la lluvia como marco para nuestra apresurada mudanza de lo esencial, ya que todo lo construido en años seria arrasado quemado o malvendido en una sola semana trágica.

  Hasta el último segundo, no sabríamos nada.

  El gallo canto sobre nuestra ventana, pero yo no estaba, cargaba bolsas ajenas sobre mis hombros, pensando en mi familia indefensa, entre el desprecio de todos, a merced de la hipocresía de unos, la comodidad de otros y la ambición de todos… el sol amagaba con salir, entre ramaladas de rojo, naranja y ocres… entre cortinas negras que se iban aclarando de luz…

  Primavera.  Como plantas luchábamos por un poco de sol. 

10 septiembre

Armados hasta los dientes


 


 

Una vez tuve que entrar a una casa con mi peor cara, la cara de indiferencia total, y entablar un dialogo picante y denso con gente armada que trataba de asustarme.  Por supuesto que no por mí, que igual que ahora cultivaba  la paz además de mi huerta.

  Era para que otra persona pudiera volver a su casa y siga siendo su casa, y encontrar sus cosas adentro cuando volviera, y llegar caminando y abrir la puerta tranquila sin que la atrapen, y vivir sin miedo.

  Ellos que seguían llegando y sus narices seguían chorreando blanco y bebiendo con sus caras torcidas machucadas por su estilo de vida.  Festejaban el resultado de la elección, exultantes, desaforados por las dadivas de los punteros, tirándole besos a un poster electoral.   

  Y yo que estaba solo, un metro después de su puerta, mojado como un perro desde la cabeza a los pies por la lluvia que seguía cayendo afuera, escuchaba sus insultos sin levantar la voz ni alterar mis facciones.   

  Algunos solo disfrutaban del espectáculo, sin entrar ni salir en problemas ajenos, aunque parando las orejas por  si en algún momento se los mencionaba de rebote…

  Mi única defensa era mi actitud sin fisuras, y la total ausencia de temor, por lo menos hacia afuera, que pudiera ser detectado, instintivos como perros, ellos y yo.   

  Si hubiera retrocedido un milímetro me carneaban ahí mismo, pero no sabían que no mostraba mis cartas porque no tenía ninguna, y que los sentenciaba condescendientemente a morir en la calle a todos en su propio aguantadero solo porque era el único armamento que tenía disponible y podía usar: su propia mente. 

  Mi ventaja era saber que no podían matarme sin perder todo lo ganado ese día, además de que el primer policía que llegara, se ganaba un ascenso recolectando bagallos, y caerían los dueños de la casa.   

  El sistema me beneficiaba en ese caso porque si yo mataba a alguno seguramente saldría en el diario recibiendo una medalla… y nos  permitíamos sonreír violentamente.  Y yo luchaba para mantener mis manos lejos de mi pistola imaginaria, casi temblando de ganas de usarla.

  Y seguimos hablando como dos bloques de piedra, hasta que tuve que aceptar casi todas sus obvias y evidentes razones, y mentir además que creía que ellos no habían sido culpables del hecho que me llevaba hasta su presencia, pero dejando al mismo tiempo infinitamente claro que esto no se trataba de razones y que aunque tuvieran algo de razón no tenía la menor importancia para mí.

  A cara de perro, deje muy claro que no había venido para escucharlos porque yo tenía razones que eran importantes para mí, como sus razones eran importantes para ellos, y la sangre iba a correr por las inclinadas calles por la sola culpa de torcer la jeta al verla pasar, y que si no querían entender podíamos empezar en ese mismo momento en vez de convivir en paz…


   Finalmente el capanga de la casa empezó a ponerle los puntos al culpable, aunque sin aceptar su culpa ninguno de los dos, sacándole con amenazas físicas, mentiras que  querían pasar por verdad y  que a su  juicio comprobaban su inocencia ya que eran, como yo, todos buena gente, tema que, aclarado, nos ayudó a resolver mejor nuestras diferencias.

  Y quede en ver qué pasaba, mucho mejor si era así entonces, y salí llevándome mi mensaje, mi metáfora   -que no había entregado porque al llegar aún no estaba el destinatario-   envuelto en cartón mojado.   

  El tipo pidió  verlo y recién ahí le mostré los dientes, insultándolo por atrevido,  y me fui mirando bien la casa, como si estudiara la forma de entrar sin permiso, y  tire el paquete en un cantero más allá en la otra cuadra, porque ya no era necesario  ni prudente  alborotar el avispero con una rata muerta.

  Mientras, la adrenalina descongelaba lentamente mi  lenta roja sangre,  y la lluvia lavaba el aire que me había tocado respirar allá.

  ¡Disfrutaba tanto de sentirme vivo! Segundo a segundo, pensando en cómo iba a resolver mis amenazas de ser ineludible y ellos sus movimientos, tratando de entender porque ponía en juego toda mi vida, y el futuro de mi mujer y mis hijos, solo porque me habían convocado egoístamente para eso. 

 Claro que mis silenciosos pensamientos no me aclararon  nada.  Ella caminaba sin expresión al lado mío, salvo los ojos abiertos por el miedo, quería saber cómo había ido la historia y si se había salvado,  porque había tardado tanto tiempo adentro de esa casa… Nada  decía de sus provocaciones y falta de códigos, escondía su soberbia.  Ningún interés demostró en averiguar las consecuencias hacia mi propia vida.

   Para bien de todos, fueron al otro día a pedir disculpas y aseverar su buena voluntad de vivir en paz, y pocas veces me crucé con alguno nuevamente, y nos saludamos tirantemente porque nadie olvida, como certificando que lo que dijimos era sin fecha de vencimiento.  

  Y  yo, seguí viviendo y aprendiendo a buscar una salida para construir la paz, a escuchar las palabras que no se dicen,  adivinar los pensamientos que no se muestran, y a esperar tranquilo cuando las cosas van y tienen que pasar,  sin afectarlas cuando tienen que llegar a mí.

  La vida es todo, y solo al verla actuar se conoce la gente.

  Jamás lo haría de nuevo, salvo por mis hijos, o la madre que los cuida, que vendría a ser lo mismo, y ni siquiera lo hago por mí, hace rato, hasta que las circunstancias me obliguen a volver a mostrar los dientes, a pesar mío, en este  mundo de perros de la calle. 

¡…Y  todo es ficción! ¡Luego hizo su guerra personal contra mí! (¡por suerte duerme tranquila!)

 

Mi día de descanso


 

 

Estaba en el laburo, terminando de dibujar los balances de IVA compra - IVA ventas, con las facturas truchas que el contador traía de quien sabe que papelería, y emitiendo facturas y facturas viejas impagables, y facturas superpagables a las petroleras.  

  Entre otros miles de materiales ellos compraban esos tubitos que sirven para medir la supercontaminacion que generaban,  para  nunca sacarla a la luz.  Superhipócritas

   En YPF tenían un paro de planta pero la UOCRA quería meter a toooda la gente, lo que a las claras era una exageración total y en el salón descansaban los fardos de ropa, cascos botines y demás elementos de seguridad, mientras se resolvían las negociaciones.  

  El Ingeniero gritaba todo el tiempo y pedía la factura x y llamaba por teléfono para asegurar el cobro con su dulce voz y nos volvía a gritar a todos por que no salía el pedido y  así todo el tiempo, es difícil cerrar un mes de medio millón de pesos sin ponerse nervioso, así que la situación se repetía cada treinta días…

  yo con el tiempo  me había acostumbrado a eso así que ya no salía totalmente contracturado, estresado, enloquecido sino tranquilo y satisfecho de un trabajo bien hecho, aunque tuviera que aguantar que el ingeniero esperara abriendo y cerrando la tenaza de sus dedos que la factura terminara lentamente de imprimirse, como si también pudiera presionar a una maquina jajajajaja.  ¡Un campeón! Como él nos decía… 

  Mientras la Señora atendía al público sin piedad para nadie: yo que una vez  sonreí en su presencia,  tuve que dar explicaciones que no explicaban nada para que no me echen sin más “es que me acorde de un chiste que me contaron hoy y recién lo entendí” alcancé a divagar, y por suerte no me pidió que lo cuente porque no hubiera sabido que decir.  

  Demás está decir que ella supondría que el humor al que yo podría tener acceso seguramente sería grosero, chabacano y sin clase, se privó de escuchar nada pero no de fulminarme con la mirada, acerada y dura como un cuchillo.

  Cuando voy para el fondo a llevar una pila de remitos para el camión, Daniel me dice que me trajo la frazada de dos plazas que me había prometido, y yo que vivía en Punta Lara, sobre las costas del rio de la plata, al borde del arroyo Miguelin, le tenía mucho respeto al frio. 

  Y como en esos días no me quedaba más cerebro para pensar en otra cosa que no fueran cotizaciones, balances, facturas, remitos y pedidos, llamar y atender el teléfono, en vez de salir para el barrio donde nos organizábamos,  salí con la frazada para mi casa, pensando si llegaría a tiempo para encontrarme con los pibes.

 El tiempo no se multiplica nunca, así que solo con barrer y comer algo y la espera del colectivo de vuelta, ya había quedado huérfano como siempre, por suerte no me había olvidado la entrada, así que arranque desde el Ringuelet desierto con la formación del ferrocarril, que esta vez iba copada por las bandas ricoteras.  

  Caminando por los pasillos embanderados me encontré con gente conocida a la cual me uní en su preparación de la fiesta, tomando buenos vinos, ya que estos eran en su mayoría trotskistas, y solo bebían en botella de tres cuartos, para diferenciarse del lumpenaje que los rodeaba!

 


  Un corto trayecto en colectivo y llegamos caminando, como hormigas invadiendo el patio, a la cancha de River.  Todas las elites policiales vigilaban el trayecto, para solaz de la prensa y los que miran la vida por televisión,  pero cuanto más nos acercábamos a la cancha, el cardumen de gente era tan grande que supongo no podrían dejar de aprovechar y como gaviotas, extraían a uno que otro pescadito por aquí y por allá, pataleando con la entrada en la mano, permanentemente… ¡Ya que no los chicos y chicas, seguramente las entradas volverían a la calle de manos de los revendedores!

  Al final nos metimos en la cola y avanzamos, adelante mío, uno se enteró que la entrada que tenía era trucha y se quería morir, pero no pudo hacer nada, salvo retroceder lagrimeando, aunque ahí ya la seguridad era propia de la banda: unos grandulones cara de poster que parecía que habían nacido en un pedestal por su forma de mirar. 

 ¡Adentro! ¡Por unos minutos pensé que podría encontrar a mi gente! Imposible,  yo que nunca había estado en el pasto de la cancha de River, me asombraba mirando las tribunas y todo absolutamente lleno, estábamos en el fondo, y empezó el primer tema, no estoy seguro pero creo que era El pibe de los astilleros… 

  Yo dije, no voy a quedarme acá, así que me despedí y salí a ganar campo, para acercarme al escenario, trabajosamente.  Era como tratar de correr en el agua, contra la corriente, miles de cuerpos girando y moviéndose pegados unos a otros, sin espacio.  Algunos viajaban por arriba de las cabezas, desmayados, en una cinta viva de manos que los llevaban hacia el puesto médico.

   Yo seguía avanzando envuelto en esa energía increíble, cuando de repente pierdo el pie, y por un segundo pensé que me caía a un precipicio, pero solo era el vacío, en un inmenso circulo perfecto de unos  quince metros de diámetro, donde algunos hacían pogo. 

  Pensé que el violentísimo pogo era la causa del vacío, pero no podía ser, eran solo unos diez o doce, además de otros cuantos agarrados a su cajita de vino para no caerse,  y ahora yo, que pasaba caminando… fue cuando vi a ese tipo corriendo por el borde, revoleando su pelo negro enredado, con su cuerpo macizo de tumbero, completamente exaltado, chorreando baba  mientras gritaba “…putos, putos, tomen putos de mierda, hijos de puta…” y pude percibir un brillo en la mano que parecía ser un arma, un revolver? 

 ¡No! Era un cuchillo, que al correr lo deslizaba a media altura por la pared de cuerpos, que inútilmente se apretaban contra los demás, recibiendo sin embargo, seguramente, un tajo en la panza.

  Yo me preguntaba… ¿Por qué no lo paran? ¡En vez de dejarse pinchar! Pero la gente es muy extraña así que abandone el círculo retomando mi camino, menos apretado habiendo superado la causa de tal enlatamiento, llegando cerca del escenario, viendo a la banda en su despliegue formidable, con dos bateristas y todo, en una coordinación inconcebiblemente perfecta. 

  Absorbí todo eso en el ritual, tema tras tema, hasta que termino el recital, creo que cuando el indio interrumpió para hablar de los hechos que estaban pasando, y que no iban a tocar más y no sé qué más decía…  en el campo comentaban que al tipo del cuchillo finalmente lo habían bajado y muerto, entre unos cuantos, y que había una banda de tipos de negro con palos azotando a todo el mundo… y cosas así, que no alcance a ver, porque por lo demás se respiraba la tranquilidad de siempre en estos recitales, o sea apenas si se podía respirar jajaja.   

  Volví entre las bandas siendo testigo de algunas peleas y arrebatos, tranzas y reencuentros, producto del completamente heterogéneo público de la banda, hasta tomar el colectivo hasta la estación.  Entre pibes y pibes completamente uniformados con la remera de los redonditos el gorro, el tatuaje, etc.  

Yo, pasaba por extranjero y careta, y alguno hasta me pregunto burlonamente de donde venía, sin creerme que salía del mismo recital, vestido solo de  yo mismo, pero no llevo su duda al extremo de querer zarparse en el colectivo, porque estaba muy lleno, creo.  

  Por suerte se bajaron antes que yo, que termine en la estación corriendo justo a tiempo para arrancar con el tren hacia la plata nuevamente.  Demás está decir que todos estos transportes  eran gratuitos.

  bajando en la estación de la plata, en mi cabeza, acompañando mi transitar por la desierta, amanecida diagonal ochenta, se sucedían las incomprensibles imágenes del tipo cortándolos a todos y la gente mirándolo espantada en vez de defenderse.  

  Yo tenía un porrito, guardado para cerrar la noche, cuando accedí a la plaza Italia, y en el monumento había un grupito de personas.  Yo conocía a uno de vista, sabía que era de Ringuelet, pero no había relación ninguna, igual dije, vamos a compartir, y me arrime contestando su saludo,  metiendo la mano al bolsillo para sacarlo…

  El tono de voz no me gusto, “ eeehh vieja, dame una moneda para la birra” o algo así, demasiado imperativo, demasiado zarpado, despreciativo o no sé qué… así que solo conteste no tengo nada vieja, dejando plata y marihuana en su lugar.  Ustedes son de Ringuelet ¿no? ¿No fueron al recital? Y empezamos a tratar de conocernos.  Yo contando quienes habían ido del barrio y lo que había pasado adentro.   

  El que había hablado me paso el último trago de cerveza caliente y luego me pego una cachetada rastrera, cuando estaba descuidado colgado mirando para adelante, los otros cuatro ni se movieron, y el boludo que me quería invitar a pelear.  Yo le explicaba que estaba harto de violencia inútil, que lo que había visto era suficiente, que no iba a combatir, así que aguantaba retrocediendo con mi guardia la embestida de tres o cuatro piñas, tirando alguna solo para sacármelo de encima, y el tipo que insistía, insistía. Insistía

  Yo que escupía mi desprecio por lo rastrero del único golpe que había logrado darme de lleno, y de cómo seguramente no tendría tantas ganas si no estuviera asegurado con cuatro guardaespaldas, y el otro, de rulos, que no, que él es mi hermano pero yo no me voy a meter aunque lo cagues a palo, boxeá tranquilo que no tengo nada que ver, es mano a mano… 

  Y yo: Que no pasa por ahí, que vengo de ver cosas realmente estúpidas, estoy cansado de esto…  El mudo no decía nada, solo hacia ee ah aagg, y cosas así que sin embargo ellos interpretaban, y el tipo que insistía, sin poder entrar, y yo que iba largando las manos un poco más haciéndolo pensar un poco, hasta que me canso y me plante diciéndole bueno dale querés boxear? ¡Vamos a boxear! 

  ¡Entonces quedo congelado con sus ojos de zarpado de merca mirándome hasta que atino a romper un puesto de la feria desierta y sacar un pedazo de tablón! Dale, Pa!  Venite con el palito!  Lo invite, arruinando su idea de que me iba a correr, ya realmente cansado, mientras los otros  empezaban a desilusionarse de su compañero que mostraba la hilacha como cagon, afirmando mis palabras de que solo peleaba por pensarla ganada por el número.  

  Oh que pena, se congeló nuevamente con la tabla en el aire, sin atinar a decidirse, cuando unos guachitos de la escuela pasaron con sus ropitas de boliche bien peinaditos por el centro de la plaza (nosotros ya habíamos recorrido un par de metros largos) así que dio media vuelta y salió gritando con el tablón a correrlos, con los otros vándalos atrás y los gurises, corriendo, escapando  a los gritos, también…  “2001 odisea del espacio”

  Otra muestra de estupidez total, seguí caminando hasta la plaza moreno donde me acosté a dormir en un banco, había conseguido un cigarrillo, que descansaba en mi oreja, de donde lo sacaron mientras dormía, a lo que me desperté saltando del banco, en una reacción tan rápida que esta vez la barra, casi del mismo formato de la otra, retrocedió un paso, respetuosa, devolviéndomelo en la mano, sin comprobar nada esta vez.

  Después me desvelo el sol así que termine tomando el colectivo de vuelta hasta mi casa, donde finalmente fume mirando el ancho rio de la plata, disfrutando de la tranquilidad del domingo antes de comenzar una nueva semana laboral en la despiadada oficina.

Felices e Incapaces

  Bueno...   Siempre es un problema conocer a gente importante.  Y es un problema porque la gente importante tiene problemas importantes... ...