09 febrero

Nebulosa


 


 

Uno de esos días 

Moría la tarde, el calor se iba llevando todo.  Sequía, desocupación, sin agua, la luz que falta convierte a las calles en trampas mortales en cuanto anochece.  Y yo que estaba acostado mirando girar el techo empecé a sentir nauseas, y un malestar tan grande que me hizo levantarme y salir afuera…

 El estómago sin embargo se me hizo un tenso nudo al ver dos camionetas parando lentamente sobre mi vereda, la profusión de uniformados sonrientes solo significaba una cosa.  Allanamiento, me quedo en la puerta sin moverme para que no la rompan ni me tiren.  Asombrosamente, ni bien caen en la vereda tuercen hacia la derecha y van trotando en parejas, entrando a la casa de mi vecino.  

  Rompiendo todo, a pesar de los gritos y llantos de las criaturas, que es lo que escucho mientras vomito sobre la mesa, en la olla que descansa vacía hace una semana.  El último policía al saltar me estaba mirando y yo solo atine a saludarlo con un movimiento de cabeza, y me puso esa cara de “vos sos el próximo” que me termino de aflojar los nervios.  

  Me revuelco en el suelo hasta llegar al balde de agua, me lo tiro en la cabeza y espero un rato temblando, todo mojado, que se me equilibre la presión,  tengo que ver que pasa…

  Tienen a la Elsa esposada, gritando contra el piso, agarrada entre dos milicos, los gurises arrodillados, mirando el piso, llorando, un policía los tranquiliza sin dejar de aplastar sus cabecitas para que no se levanten.  Una milica todavía se acomoda el pelo en la gorra, se nota que la zamarrearon de lo lindo pero quedo mansa. ¡jajajajaja, vamos Elsa!  

  Ellos se miran contrariados, los perros dan vueltas y vueltas, salen de la casa, la principal habla por radio, desconcertado, cuando de uno de los ranchos de atrás se escurre una sombra y todas las linternas apuntan hasta dejarla en evidencia y acto seguido salir corriendo entre los yuyos y las zanjas de desagüe, los alambrados caídos y los escombros.  

  Y la persiguen bordeando el arroyo… perdiendo terreno mientras una de las camionetas ya está dando la vuelta y encara a fondo por la calle paralela.  Antes que frene se escuchan tres tiros de nueve, y lo detienen al más chico de los Almada, cagado y meado, catatónico, que había ido a buscar unas empanadas y no soltaba el paquete, los dedos crispados de la tensión nerviosa.  

  Sin embargo los policías tenían más miedo que él y lo rodeaban apuntándolo a los gritos cada vez más nerviosos mientras se iban abriendo las puertas de los ranchos, y la gente empezaba a salir a ver qué pasaba. 

  Como no soltaba el paquete ni se movía, en un despliegue de sutileza uno de los milicos lo derriba de un palazo y ya le caen todos encima, peor que barrabravas, los vecinos, sin embargo, en operativo rescate, rodean audazmente a la policía que no soltaba presa, amasando los catorce años escasos del franquito, alcanzando a abrir el paquete justo delante de los periodistas que llegaban, enfocando el primer plano de las empanadas de carne dulce que el tatita le mandaba los viernes a la morocha.

  Al lado de casa solo quedaba uno, apuntándole a la Elsa sin saber que pasaba, gritándole que se quede quieta, solo y asustado, y los perros atados ladrando sin parar. Para aumentar el papelón, llegaban refuerzos desde la avenida, lentamente, rebotando entre los pozos, y el remis de la prensa llegaba a los saltos, desde el otro lado, ganándoles el estacionamiento, la cámara barría el barrio entero.  

  La Dora y la Coca se cruzan democráticamente de vereda para socorrer a su vecina y le hablan bajito al tipo, que la suelte y se vaya. También les apunta, la cámara es testigo, también de los niños que desvalijan el patrullero.  ¡Quedate quieta! Y los corre, y se pone a acomodar los papeles y la radio, dándome la espalda, a mí, que quieto casi no existía, en este universo predador que salta sobre todo lo que se mueve.  Agarro una piedra y le rompo la cabeza.

  Se prende la sirena de la patrulla que entra al barrio solo para empezar a recibir toscazos de los dos lados, desde acá se pueden ver los cascotazos bajando lento sobre el chasis y los vidrios, lanzados con bronca por los pibes y los parientes que se van enterando de lo que pasa, y las piedras tiradas con la gomera por los niños, como saetas, pequeñas, veloces y certeras, buscando el hueco, rematando el trabajo.  

  Mientras le saco las llaves de las esposas al milico, me reconforta ver como finalmente se detiene la camioneta y se bajan tirando escopetazos al aire.  No están tan locos como para dar pelea: cuando un tiro le pega en la mano a un milico salen marcha atrás con la sirena colgando.  Se van a quedar pelados de los cabezazos que deben ir dando contra el techo.  

  Chocan en la avenida contra el cordón y ahí quedan parapetados, las piedras van cayendo cada vez más cerca hasta que empiezan a sonar otra vez contra las chapas.  La muchedumbre atraviesa solidariamente las casas, cubriéndose de los posibles disparos, aunque antes que lleguen ya corren los policías hacia las puertas del barrio…una gorra azul, abandonada en la oscuridad polvorienta es testigo de su huida.  

  La Elsa llora y resopla de la bronca, corre y llama a sus hijos desesperadamente, falta el más grande, pero alguien le  avisa que está en la esquina, desmantelando la camioneta.  Recién ahí miro para atrás y veo al Chiche dándole matraca al milico desmayado, que asqueroso, me voy para adentro.

  No aguanto más y me acuesto a dormir, sin preocuparme de cerrar la puerta, a pesar del quilombo.  Veo un lápiz y anoto en la mesada de madera “comprar el diario” por si me olvido mañana de lo que paso hoy…

… 

Abro los ojos, veo la sangre, en el piso, y empiezo a volar en mi cabeza, ¿otra vez me caí? Sangre, y no entiendo de donde salió, la sigo hasta la puerta, abierta, y salgo a la calle, un extraño desorden altera el paisaje natural, como si una fuerte tormenta hubiera cambiado todo, caos y huellas por todos lados, doña María, que acaba de ser tatarabuela, barre su vereda de tierra, cuando me arrimo a preguntarle que pasó, me dice: Andá a lavarte, lavate, haciéndome señas con las manos sobre la cara…

  Y sigue barriendo… ahí recién me doy cuenta que estoy en calzoncillos, pero cuando encuentro un pedazo de espejo me llevo la sorpresa que la negra sangre seca cubre la mitad de mi cara, un enorme chichón brota arriba de mi frente, y recién entonces veo la cama, la almohada, todo teñido de rojo, pero la sangre no es mía.  Me siento débil cuando trato de interpretar las imágenes. Un culo de agua en el balde me alcanza para limpiarme con la misma sabana. Después enrollo y tiro todo el traperío al arroyo. 

  Camino, el aullido de un perro me acompaña, termina y empieza de nuevo, yo apenas puedo abrir los ojos, el viento y el sol son enemigos implacables, debe ser pasado el mediodía. Voy para la esquina, a ver que paso anoche, a ver si hay algo para tomar ¡a ver si alguno me cuenta que me paso en la cabeza!

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