El
suplantador
Estaba admirando a los hombres, a los
guerreros, espléndidos en sus armaduras de cuero y metal. Filas y filas recortándose contra
las colinas, la masa humana firme entre las viejas ruinas, antiguos baluartes,
fortalezas de otras épocas. El viento barría kilómetros de naturaleza en
marcha, el aire era puro, el sol se brindaba como único alimento de los cuerpos
cansados.
El miedo, seguramente estaba en cada uno, atrás de los ojos endurecidos como espadas, abajo de la piel cuarteada, en las piernas agarrotadas por los kilómetros de marcha entre los cerros, pero no se veía en las caras.
Recorriendo las líneas de firmes guerreros, solo había en su expresión un punto ausente: lejano, tal vez la tierra, las mujeres y los niños, los campos por sembrar, todo tan cerca y tan seguro de perderse, junto con la vida, en el primer choque contra la barbarie.
Recorriendo
las líneas de estupendos luchadores solo se percibía la certeza indiferente de
la muerte, la absoluta determinación de entregar la existencia en aras de la
libertad, tal vez solo para que otros junten sus armas y sigan adelante.
Pero la culebra a punto de morder había sido descabezada, el jefe, hermano, padre, había encontrado humillante muerte, y su memoria descansaba en los corazones de los desesperados, ya que nunca se sabría a que alimañas había sido echado su cuerpo.
La traición había agobiado los corazones, el camino había sido tan largo hasta acá, que ya no había forma de volver, ¿Replegarse?
Sin guía, sin la voluntad permanente de lucha del caudillo, sin su astucia y dedicación extremas, las huestes terminarían desarmándose en el camino, asesinadas por los pastores recelosos, ahorcadas en el medio de sus sueños por almaceneros ambiciosos y cobardes, y los caballos quedarían engordando sueltos en los campos hasta que sean recapturados por el poder total del imperio.
Los que finalmente llegaran
a su hogar solo lo harían para compartir miseria y dolor y llorar en el
silencio de las noches, tardíamente arrepentidos.
Por eso, tal vez, igualmente, todos
iban a morir, por los inicuos pastores y sus ovejas, por las doncellas
esquivas, por los pequeños avaros comerciantes, por los hambrientos ancianos
que no conocían todavía el fin de la historia, aunque nunca olvidaban contar el
principio, noche a noche, en los fogones donde los adolescentes soñaban con
hacerse valer.
Entonces hablo, el brazo fuerte, el que
había estado a su lado en todas las batallas, herido por todos los costados,
bañado en sangre de implacables enemigos. Su mirada quebró el silencio
antes de hablar, cuando dijo… “hermanos” (y un solo grito confirmo el
parentesco) “las fuerzas del opresor aumentan, cuando ya eran más
numerosos que nosotros” (un viento helado recorrió las formaciones) “han tomado
este tiempo para aumentar sus fortificaciones, y solo esperan nuestra llegada
para aniquilarnos” (y tras la nube que ocultaba el sol, en los ojos de los
guerreros, comenzó a granizar con enorme estruendo, sin embargo, en las mentes
y los corazones, todas estas verdades evidentes se olvidaban al momento de ser
reconocidas).
Un silencio total atenazo el
segundo siguiente, solo el rumor de los herrajes, el bufar de los caballos
interrumpía el caminar del viento.
“no daremos batalla” (y cada hombre se
convirtió en arena que era deshecha por la intensa tormenta, las manos se
derretían sin soltar las lanzas, las sandalias quedaban como testigos de su
voluntad consumida por la más cruel de las derrotas).
Mirando altivamente, como cerciorándose
de su poder de decisión, el suplantador, ya demasiado parecido al enemigo en su
armadura, pretendía fundir el mundo desolado que dejaban, los días meses y años
de marcha, la ciudad amurallada, falsamente inexpugnable, la libertad rozando
los cascos de los caballos, o los pies descalzos, todo eso y cuanto más en una
decisión que no abarcaba nada…
Su mirada se quedó esperando la mansa
retirada, envainando su espada invitaba a claudicar, su voz sin fisuras
declaraba una realidad que no generaba interés en escucharla. Finalmente,
desde las huestes salió tartamudeando el que había sido humillado, el que
aprendió a sostener la espada bajo los caballos, salvado de su miedo por la
sangre de los valientes, que no obstante no murieron para reprochárselo, sino
para dar con su vida una enseñanza, mirándolo llorar ante sus tumbas.
Ante la vulgar aparición, el altivo impostor se relajó en su caballo… “dijiste que la primer gallina…” (Nunca tuvo tiempo de sonreírse del atrevido, su propia espada salió de la vaina un segundo antes de rajarle la cabeza, y se derrumbó, marchitándose sobre el caballo inmóvil).
Nadie más se movió, el terminó de arrancar el cuerpo del suplantador
de su inmerecida montura, pero no subió… volviendo la vista atrás, enfrento las
miradas de los demás hombres, había una fogata en cada pupila. “hermanos”
(grito sin tartamudeos, pero en vez de respuesta una ráfaga de primavera lleno
los corazones de polen y sol, y las lanzas retumbaron contra la tierra, las
masas y espadas contra los escudos, generando un eco que crecía a través de las
colinas, eligiendo al nuevo líder, confirmando el valor de la acción y el
sacrificio, enfocados todos ahora en lo inclaudicable de sus aspiraciones
comunes)
Absorbió la tenaz decisión de las famélicas huestes, viviendo hace días de un puñado de trigo, y después de subir al caballo, arranco furiosamente al galope, empujado por la carrera de los pies curtidos contra las piedras afiladas, volando en la quietud de las colinas, sus ojos reflejando las historias de los ancianos que no dejan olvidar que un día fueron libres.
Una oleada de hambrienta vida cayó sobre los preparados ejércitos enemigos, las primeras espadas llegaron al galope, suicidas, atravesando el corazón del sorprendido campamento, cortando a los cómodos comerciantes de vida en sus mismas mesas servidas, en su inútil festejo de la vileza humana, cómodos y desprotegidos, relamiéndose en los frutos anticipados de su vil diplomacia.
No hubo piedad para el estado mayor, corriendo como
perros entre las tiendas, gritando su incomprensible terror. Antes de que
pudieran darles caza, la confusión aumento con el tropel de los pies descalzos,
el griterío desenfrenado, desesperado… muchos recibieron su muerte mientras se
hacían calzar las corazas por sus esclavos.
El camino fue hecho esa mañana, a costa de la sangre de los que nunca pensaron en sobrevivir, y sangrando detuvieron al fin la mano en el silencio.
Los cadáveres de ojos espantados, dormían en espantosas piruetas, huesos quebrados, digestión mal hecha, descansados pasaron al descanso eterno. Antes del ocaso ya salían los mensajeros, al galope tendido, para transmitirles a los ancianos que la historia llegaba a su punto culminante.
Fueron enviados con la
misión de llenar con esperanza los estómagos vacíos, por ahora, mientras fuera
la única comida…
La noticia florecería en las aldeas hambreadas, en las chozas rajadas de frio y sequía, en las camas vacías, en los fértiles campos enmalezados.
Ahora solo quedaba lo más
arduo: la reconstrucción, la conciliación, la conformación de una nueva nación
que no emule a sus crueles conquistadores, reflejando en sus vicios nuevas
insurrecciones, solo estaba todo por hacer.
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