10 agosto

Música


 

Ayer 

  Estaba con el mazo a punto de empezar a demoler mi casa, cansado de verla tan quieta, cuando sonó el teléfono, y con cada rrrriiiiiinnnnngggggggggggg que no lo encontraba se volvía más urgente la situación hasta que abajo de la mesa lo veo y atiendo: numero equivocado.  

  Me piden disculpas amablemente y cortan, rápidamente, dejándome con ganas de preguntarle algunas cosas, como por ejemplo…no se… como puede estar tan seguro de que dio equivocado?

  Y quedé descolocado, sentado en el suelo con el teléfono en la oreja, olvidando mi proyecto,  y pensando que hacer.  Entonces puse música.

Si he de morir que  sea con música, pensaba, o sino con el canto de pájaros viento y marea alta, o sino que sea escuchando el grito de los vendedores callejeros, colectivos llenos y pasos entrelazados, más bien, si he de morir que sea al contado, efectivo, y no en cuotas… 

Y el placer de escuchar esa canción que no recuerdo me generaba esas reflexiones, absorbiendo el entorno en una sensación.

  Y pasaban los temas de la heterogénea lista, una canción nueva me hace prestar atención a la letra, otras que están en algún idioma que no conozco, me dejan imaginarla, acorde al matiz, al color, a la vibración del sonido, hasta que un solo de guitarra me atrapa descartando todo pensamiento. 

  …O este silencio absoluto de mi calle es lo que me gusta escuchar a esta hora, justo antes de las ocho, cuando de a poco se empiezan a desplegar como telarañas horizontales los ruidos de ranas, gente, autos, motos, el viento rozando las ramas de los arboles viejos...

  ¡Sirenas policiales! ¡Contaminación! 

  Adentro, ahí va la música nomas jajaja  ¡qué buena suerte, arranco grandiosamente Ciro Pertusi en ataque 77 al palo! Justo lo que necesitaba.  A cada cual su gusto, pero cada uno lo siente desde siempre.

  Es decir, hay una especie que no puede vivir sin música, el ser humano, hace miles de años haciendo instrumentos rústicos o sofisticados en todos los rincones del globo terráqueo.

  Sobre todo en los niños pequeños se percibe una manera de jugar con el ritmo, una forma de percibir el sonido tan íntima,  tan personal, que parecieran conectados desde antes de nacer, solo esperando que les den la oportunidad de hacer ruido, como les llaman algunos padres a esos golpes que parecen inconexos, a esa identidad sonora que se busca en las cosas.  

  Hasta que en algún momento la presión del mundo cotidiano descarta esa conexión por superflua, innecesaria a los fines del mismo, se pierde la oportunidad de comunicarnos con lo intraducible, el cuerpo se olvida de crear, de sentir la música, solo la escucha por un parlante y se contonea al compás (en la mayoría de los casos).

  Sin embargo el oído tiene una capacidad y una memoria tan grande que ni siquiera es conocida, por la absoluta preeminencia que le damos a la vista, con tan lamentables consecuencias en nuestro desarrollo.

  (Claro que también se deja de lado al olfato, al gusto, al tacto, o se los educa como si fueran guardianes, en vez de herramientas de percepción, pero no es objeto de este pasquín detenerse en ellos también)  nos olvidamos del ritual antiguo de elaborar canciones, de machacar tambores hasta hacerlos hablar, del sonido puro como herramienta ancestral de comunicación con lo imposible, lo desconocido. 

  Nos perdimos de la conexión que se da entre personas que tocan juntas instrumentos hasta hacerlos coincidir en un latido, un ritmo, hasta que sea expresión, descripción conjunta del mundo. Solo se permite un tiempo, como sueño de adolescente, en algunos casos, con fecha de vencimiento, no sea cosa…  que termine como esos comparseros borrachos de carnaval que le dan al tamboril, tiriquitiquiriquitiquiriquitiquiriquitiqui, como si eso le fuera a dar algún sentido a su vida, como si fueran a progresar:

  ¡Tocando el tambor! 

  No, eso no está dentro de las directivas sociales imperantes.  Mejor ni arriesgar.

  Y así y todo se encontró la manera de hacer (declarar) música para elites y música para el populacho, de fomentar unos estilos contra otros, de otorgar jerarquías a los instrumentos, a la afinación, a la técnica, al tono, y cuantas aberraciones más que hacen avergonzar a los sonidos, puros, juguetones, libres, que sin enterarse se pasean de una canción a la otra de un continente a otro de voces a corazones, de corazones al viento, del viento a la lluvia sobre los techos… 

  Y así interminablemente, dando un salto en el silencio para caer como truenos lejanos que nos dicen que la fiesta ya empezó en otro lado. Que la vida puede ser expresada en todo su esplendor, en toda su dimensión, en todas sus facetas.

  Porque la primera función de la música fue comunicar, describir, en un momento de la humanidad donde la cosa no pasaba por sentarse en un sillón con auriculares y olvidarse del mundo, más bien todo lo contrario.  

  El batir del tambor, de cuero crudo y sangrante, llamaba a la tribu para la guerra o para la ceremonia, la celebración, transmitía las noticias, o era parte de rituales de una espiritualidad ya desconocida.  Viajando por la selva o el desierto, su sonido no era indiferente para nadie.  

  Todavía queda en las canciones, el llamado de la sangre, libertad, eternidad…encontrémoslo.

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