Cuando me
caigo de la cama
…Y así empecé el día, tomando mate, y llegue después a la orilla del rio, y baje hasta donde los pescadores recién volvían de revisar los espineles, y compre unos pescaditos a precio de costo para regalar mientras aprendía de grampines y anzuelos, del bichero que no aparece, del tipo que le comió un dedo un dorado, del trasmallo camalote, de carnadas y pescaderos, de la vida en las chalanas y la vida bajo el agua …
Despanzados y aleteando, con unos ojos que te dan ganas de devolverles la vida, algunos dorados y un patí volvieron haciendo pesar la rama donde colgaban cada uno con
un hilo de las agallas, pasando el terrible peso de una mano a la otra, hasta
llegar a casa, para salir al fin haciendo correr la calle bajo las ruedas, a
confirmar el mundo que presentía.
Y empecé a repartir esas capturas, como
un pequeño gesto de lo que me falta, de lo que quisiera dar, para mis amigos
que me cuidan y me salvan la vida, aun sin saberlo, sin enterarse… y mientras
tanto compartíamos algo más, lo de siempre, haciendo planes locos para
descartar la rutina. Para reírnos de la escasez de opciones.
Entonces volví a casa y dije, que puedo
hacer, ya que mi cuerpo arranco arañando el día tan temprano, y arrancaba unos
yuyos de vez en cuando, tomando un mate que siempre se enfriaba.
Para perder el tiempo media a ojo las alturas de la tierra y planificaba las
futuras acequias, mientras me entretenía mirando la vida de los gansos, los
perros, los chanchos, las gallinas, los patos, los gatos, los gurises, los
caballos que crían los vecinos…
Es tan puro el aire, el rio es tan eterno, hay tanto verde entre el viento, que casi siempre me quedo mirando, sin hacer nada, hasta que me agarran ganas de caminar por la costa, mirando los pescadores, juntando piedras, disfrutando del milagro permanente del entorno, tratando de estar lo suficientemente despierto para poder captar por mí mismo alguna faceta desconocida de mi barrio antes de que alguien me la cuente.
Llego con la mente en blanco, pleno, indiferente, mientras pasan corriendo los
aprendices de boxeadores, embrujados por el carisma y la potencia de María “la
mala” Ruíz, ahora que el Fabián armo un gimnasio en el salón de usos múltiples,
y tantos gurises (más de setenta) encuentran una salida, alternativa a la calle
la delincuencia el revólver y las drogas, una motivación en sus vidas,
aprovechando lo único que aprendieron bien: a defenderse a los golpes.
Y la calle poceada no termina de
secarse, como si los charcos estuvieran decididos a esperar la próxima lluvia
para no extinguirse, los vecinos pasan en sus motos, rumbo a concordia, al fin
necesaria en este sistema de intercambio. Al rato vuelven, adelante va la
añoranza, la urgencia de volver a casa…
Los gurises juegan en bandadas, dueños
del tiempo, señores sin retaceos de este territorio de puertas abiertas, a
ninguno lo van a retar por volver embarrado. Mientras, un jinete pasa en
pelo al galope en un hermoso caballo mestizo, apenas molestado por los perros,
celosos de su calle. Algunos enfrente ya se van juntando con
bombo y guitarras.
Y una frase me aclara todo, otro día, cuando en medio de un revoltijo de letras gritadas y palabras entrecruzadas de gurises decidiendo a que jugar, escucho vamos a jugar a “el rio crece” y ahí recién caigo en la cuenta de que vivir acá, en este barrio costero, representa un sistema de contenidos completamente distinto, propio, independiente, desde la más tierna infancia.
Y es por eso que la añoranza siempre está presente, al
salir un par de cuadras hacia la ciudad, donde no hay muchos puntos de contacto
con la magia y lo intangible de vivir acá. Es por eso que cuando el tráfico del
centro arrecia imagino las garzas volando sobre el silencio de las calles.
Pero vuelvo de noche, caminando por el murallón: en la cortada oscura, una casa palpita al ritmo de furiosas lonjas, voces de hombres mujeres y niños le dan belleza y trascendencia al ritual, nada más se ve, que la luz escapando por las rendijas entre las tablas y las chapas a punto de reventar con el frenesí de los tambores.
Por un
momento pienso en quedarme escuchando sentado, como los que salpican los
cordones de las veredas de la angosta callejuela, pero la música no es garantía
total de paz, aunque amanse así a los más feroces, que respiran mirándome, que
indiferentes toman nota de mi posición, por rutina, por precaución.
Y de repente… el rio crece… ¡y yo que no me quede a ver el juego para saber que hacer! Se acumulan lluvias, arroyos cargados, sudestadas, trombas de agua que bajan del norte.
La corriente ya llega a la puerta de los pobladores ribereños que, sin embargo, permanecerán en sus casas, con el bote atado al largo poste clavado en el suelo, cuando la creciente deje de ser un amague.
El pescado sale poco, refugiado, comiendo, en los pozos. La carnada no sobra, el agua está sucia…el frio es lo de menos, el agua siempre es caliente en invierno.
Mañana voy
a pescar, si tengo tiempo…
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