Ok, partamos de la única base que enlaza nuestro pensamiento común a lo largo del planeta: Cada uno está firmemente convencido de que su mundo es el único mundo posible, o bueno, por lo menos el mejor. La tolerancia es un ejercicio cansador y desgastante, y sabemos muy bien que todo andaría mejor si funcionara con nuestras propias reglas…
Perfecto, para un mundo de una sola persona… ¡Pero somos tantos y tan distintos, que solo se pueden predecir fricciones y conflictos!
Más allá del influjo de la propaganda, las exigencias sociales y el listado interminable de necesidades modernas, nuestra única propiedad en este mundo, arrasado por oleadas de exterminio cultural, consumo y descarte compulsivo, calcinado por incesantes vientos de uniformidad, nuestra única zona de absoluta soberanía, de decisión plena, es nuestro propio cuerpo.
No tenemos otro lazo real con el mundo que no
esté sometido al arbitrio caprichoso de los poderes en lucha, del reflujo
caníbal de los imperios… y ciertamente, ya no tenemos otro enlace con la
naturaleza. Claramente, después de
quince mil años de historia, guerras y masacres, la única conquista válida sigue
siendo el cuerpo humano, sobre todo, el propio cuerpo.
Desde el estado y sus instituciones -desde los ejes de poder tradicional, en la teoría y las definiciones, en las posibilidades prácticas de valoración y salvaguarda del individuo- se etiqueta y tasa según su pertenencia o no a ámbitos formalizados de replicación social.
Esta categorización se superpone y suma a los estándares dominantes, ya sean genéticos, territoriales, raciales, económicos, sexuales, y de género, estéticos…etcétera. Además y sobre todo, esa lucha se vive en carne propia por cada persona en la doctrina y el enfoque de una sociedad actual del control absoluto, donde todo debe estar predefinido a través de la propia mimetización con un mundo cada vez más virtualizado, “mundializado” y grotescamente simplificado.
Esta estrategia apunta a
seguir concentrando la energía y los recursos en los usufructuarios históricos
y actuales del poder financiero, militar y económico, en los creadores de
infraestructuras y diagramas sociales y territoriales obsoletos y completamente
caducos, antiguos, que chocan contra todo nuevo concepto del planeta, la
naturaleza y la raza humana.
Por
supuesto, esta política de concentración del poder, es apoyada por el aparato
existente de represión y control, por el equipo full time de creación de
espacios hegemónicos, ya sean sociales, culturales, deportivos, de negocios, o
de simple esparcimiento o diversión, momentos peligrosos donde debemos ser más
que en ningún otro, anestesiados para no pensar.
Entonces circulamos a ojos cerrados por el esquema de planificación laboral y educativo, por el deporte destructivo y exitista pero espectacular y lucrativo basado en la ultra competición, por la historia auto falsificada, por esta cadena de montaje mundial que lleva a un niño o una niña que nace desnuda en un planeta verde, a depender de una lata que viaja en barco para intoxicarla.
Niños que crecen para correr atrás de un billete fabricado por necios ociosos improductivos que están destruyendo su entorno para reemplazarlo por lo que les toca: desiertos y ruinas, hambre, enfermedad, desolación…
Es así que toda reivindicación, representación
o uso del cuerpo, y más aún, toda metáfora o insinuación de su importancia como
territorio irrenunciable de amor y expresión, de libertad y lucha contra la
hegemonía del sistema, está mal visto, y será encausado en caminos de corrección
y/o castigo.
Pareciera ser que la historia puede leer o escribirse, pero para el hombre o la mujer de la calle, la historia se vive y se reconstruye día a día. Y se paga con tiempo, con miedo, con ilusiones, con dolor, alegrías, injusticia, placer, esperanza, derrotas...
Entonces vivimos acribillados por parámetros
seudoestéticos antes que por balas, reprimidos por mandatos y buenos ejemplos, encarcelados
por estereotipos y límites precisos de acción…más que nada, como personas
estamos llegando a un grado de automatismo y maquinización de la vida cotidiana
realmente absurdo, además de estrecho.
En ese estado de la cuestión, donde lo único que queda todavía en el espacio de nuestras posibilidades latentes de elección es, el cuerpo desnudo liso y llano: soldados, prostitutas, obreros, lavanderas, gerentes, damas de caridad, amas de casa, profesionales, aventureros, delincuentes…
Cada estrato social y cada raza, cada corporación o gremio tiene asignadas diferentes posibilidades alcanzables a las que no será prudente intentar sobrepasar o cuestionar.
Por supuesto que ahí empiezan a molestar en los engranajes las políticas personales que se apartan de lo “normalizado y sano” y que, sin embargo, no dejan de auto legislar sobre un territorio privado y personal, sobre lo indivisible de un ser humano, y claro, justamente ahí está el peligro. De pretender que hay otras opciones validas posibles se pasa a cuestionar todo, y el sistema, y el sol y la luna, el dólar y la guerra y así…
¡O no! Pero la misma
expresión de la diferencia pone en peligro la aplicación suave y permanente de
una regla, de un rasero. Es por eso que
molesta tanto toda expresión de ¿Diferencia? ¿Anormalidad? O lo que en realidad
molesta es el mismo peligroso sentido de una decisión propia.
Claro, lo que molesta es el precedente de ser, existir, y pretender, en ese orden, y… ¿Cómo no se entiende? Que el aborto molesta porque derrota cualquier argumento que quede fuera de la propia piel, que la visibilización de otras tendencias sexuales debilita y ridiculiza el heteropatriarcado, que la transexualidad es una burla y un insulto a todos los mandatos y miedos, a la normalidad de este gran esquema fijo de interdicción de la vida…
No nacemos para ser, sino para
servir, para ser útiles, y la hegemonía debe ser total para que esto se cumpla,
desde un simple tatuaje o un piercing, hasta la inocente pretensión de saber lo
que comemos, o exigir que nuestro trabajo no nos mate, o pasar nuestro escaso
tiempo libre fuera de lo predeterminado se vuelve peligroso, porque entre tanta
novedad y diversidad un nuevo esquema de tolerancia y respeto, de convivencia
sin armas, de consenso planetario, asoma la nariz irremediablemente.
Volver al cuerpo es mucho más que elegir lo que comemos y consumimos, como vivimos, cuanto descansamos, lo que hacemos con nuestros genitales y con quien, pero empieza por ahí, porque la naturaleza sí es sustentable, y existir es parte de la misma simpleza con que un pasto se estira después de la lluvia.
Parte del nuevo arreglo subterráneo que se intenta derribar antes de que nazca implica relacionarnos mucho más entre seres humanos y menos entre instituciones: millones de fábricas de estupidez y veneno corren peligro si volvemos a ser humanos; personas, países, regiones enteras podrían salir de su auto sumisión si se hacen conscientes de lo tenue y frágil de sus tirantes riendas.
Es un hecho, es imparable, y no se podrá
detener mientras nos centremos desde nuestra piel como un territorio a
recuperar antes que seguir viéndola como un objeto mecánico enajenable que
sirva como medio para autodestruirnos.
La ultima y desesperada estrategia, de estas últimas décadas donde la guerra desnudó su irracional demolición de las características humanas como único resultado visible, es despojarnos del territorio. Antes que toneladas de billetes pierdan su valor, que los ejércitos se disuelvan y los “valores” tradicionales se trastoquen completamente, el mensaje debe ser claro: debemos tener presente la posibilidad de desaparecer en el camino; en el ejemplo de los que desaparecieron y el en temor que eso fermenta en nuestra cotidianidad.
Aun así, solo el miedo convierte a nuestro
no-cuerpo en una derrota, solo el olvido y la indiferencia afirman la victoria
del sistema, mientras tanto, hoy, ahora mismo, estamos vivos, todavía… ¿Qué
vamos a hacer con eso?
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