Tierra y
vivienda
Estaba en la costa mirando correr el rio, tratando de entender a que se deben las extrañas corrientes que se entrecruzan en esta playa: a veces, o más bien hay una altura, casi llegando al pie de la barranca, en que la costa caprichosa pareciera ignorar que el rio corre para el otro lado.
Aunque tal vez igual entrega más piezas que
cuando llega a estar pisando el metro, bajo, y el pescado grande no entra
en esas playadas donde el agua llega con suerte a las rodillas y no puede
desplegarse bien. En cambio, aparecen grandes piedras como en la playa
nebel, y los pescadores se desquitan recuperando las líneas cortadas, anzuelos
y plomadas.
Era un hermoso día que me hacía agradecer la inmensa suerte de vivir en la costa, y estaba reflexionando sobre ese particular cuando estaciona un carro junto a la parte que se conoce como la escalera, y se bajan un par de hombres jóvenes con algunos gurisitos.
Con un par de palas y de a poco como calentando el cuerpo empiezan a extraer la tierra pardo-rojiza depositándola en el carro que aseguraba al único caballo.
Un
gurisito de unos ocho años guapea sacando algunas paladas de tierra, lo que
dibuja una sonrisa orgullosa en la cara del padre. El moro, aburrido,
aprovecha mientras tanto a comer perezosamente el pasto duro abajo del
espinillo.
Al rato, solo unos cuantos metros más allá, la tierra floja seria el ingrediente autóctono a sumar a las dos montañas de aserrín fino que habían arrimado el día anterior, y acarreando un viaje más terminaron dejando un prolijo pozo casi circular al pie de la escalera.
Más allá, volviendo al pisadero, la tierra seca fue mezclada de a poco con el aserrín y con el agua que sacaban de una de las lagunitas adyacentes, mientras iban mezclando todo con la rueda que hacia girar el caballo, y así siguieron amasando la mezcla durante un par de días, sin reventar el caballo, mientras pescaban y comían asado o pescado al mediodía.
Luego un pedazo de campo de mas o menos 50 metros cuadrados,
fue limpiado parejamente, y esta vez, trajeron en el carro un artefacto
consistente en una base de ángulo soldado que sostenía una batea con una visera
de madera, y una carretilla de madera reforzada y con una rueda de auto, en la
mesa ( en la visera) ponían la tapa del molde contra la maderita que hacía de
tope y arriba, recién lavado en la batea, el molde, que es un armazón petiso
con la forma de dos ladrillos seguidos.
Traían barro en la carretilla, con sus dos manos juntaban un poco de barro y lo metían y lo apelmazaban contra las esquinas para llenar bien el molde, le echaban una última pizca de barro y le sacaban el sobrante pasándole la mano, levantándolo ya de la mesa.
Dándolo vuelta en el aire con maestría lo desmoldaban sobre la cancha: después
de apoyar el molde sacaban la tapa rasando el barro, la daban vuelta sobre el
lado limpio y volvían a alisar, después sacaban el molde y volvían a la mesa,
quedando los rectángulos armados, me recordaban a fichas de dominó ordenadas
meticulosamente por algún niño.
… Apoyaban la tapa, la limpiaban
con la mano, lavaban el molde y lo ponían en la mesa, juntaban barro con sus
manos… mirándolos trabajar con esa maestría, se hace imposible adivinar
que cada ladrillo mojado pesa alrededor de dos kilos, con la determinación y
velocidad que le imprimen al trabajo parecieran de telgopor, aunque dicen que
no es tan pesado mientras el que corte no tenga la cintura lastimada.
Cada tanto algunos adobes
iban en una tira fina puestos en posición perpendicular a los otros como un
caminito, preguntando me entere que era para contarlos rápidamente. Como
para matizar, mientras el ritmo de la hechura avanzaba, algún perro
indisciplinado se lo recuerda imprimiendo sus patas sobre los ladrillos
“verdes”. Se soluciona de inmediato con un cerco de ramas de la
abundante y espinosa cina-cina.
Al mismo tiempo, ya los primeros adobes se van poniendo de canto para que se oreen, y después de un par de días los van apilando cruzados en estibas altas hasta la cadera, donde el viento los recorre en casi toda su superficie.
Así, en unos pocos días se secan lo suficiente para armar el horno donde serán quemados: una construcción exigente y exacta, en forma de torreta, con entradas para la leña abajo y chimeneas arriba revestida por afuera con el mismo barro pardo-rojizo.
El caballo,
atado con una soga larga, tan manso que se acerca al trote cuando lo llaman por
su nombre, ya fue ocupado para llevar la rueda y demás implementos, y ahora va
y viene de algún aserradero con madera.
Y ahí nomás le dieron fuego al horno y lo mantuvieron a conciencia un día entero con ramas de la costa y cachetes (costaneros) de eucaliptus que seguían yendo a buscar. Después taparon todas las aberturas con latas para que el calor se vaya disipando lentamente y se fueron, ya estaban listos.
Un par de días después volverían en el
carro, en dos viajes terminaran de apilar en su barrio los rojos ladrillos, mas
de cinco mil en esta quemada, que ya están listos para ser llevados
directamente a la obra. Y las malezas ocultaran nuevamente la cancha y
todo lo demás, aun esos montones de quebrados que recuerdan el rigor del horno.
Como este caso, se reproducen tantos
otros de gente que se hace sus propios ladrillos, con o sin rueda, con o
sin caballo, con un costo mínimo. Así tarden una semana o un mes, la
casita de material queda mucho más cerca, cualquiera puede hacerlo.
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