09 junio

La belleza como arte

 

  No existe dominación sin supremacía, ni supremacía sin autoconsenso, y no existe el autoconsenso si no podemos ser dueños de las cosas, y no solo de las cosas sino también de sus nombres y sus definiciones, del proceso de su creación, de los factores que posibilitan su supervivencia, del camino que lleva a la asignación del sentido...  

   La belleza cómo parámetro humano, se sostiene mediante el estatuto de lo "no-bello", y esto, esta interpretación, nos  permite hacer lo  que hacemos los humanos  para  ejercer  la dominación, conquistando uno de los últimos reductos donde podría esconderse aun  la libertad: la sensación, la piel, el corazón, la percepción directa del mundo anterior a los prejuicios, el  imperio de los sentidos que escapa  al estereotipo  y a la máquina por adelantado, que aun prescinde de directrices  e instrucciones, de categorías, mandatos y relaciones de poder.  

  Entonces agarramos esta percepción desnuda y la maniatamos mediante parámetros y categorías, en clasificaciones, jerarquías, como si cada objeto percibido fuera un matambre que no podemos desatar sin que se pierda a si mismo, aunque, intuimos, eso es mentira.  

  Entonces convertimos  una mirada en poder, y decimos que los colores  de la mariposa o las manchas del tigre son "más bellos" que el pulido y oscuro élitro de un escarabajo, y las escamas de  un pez tropical más interesantes que una hormiga, que una flor explota de vida con mas intensidad que una hebra de hierba.  

  Eso nos sirve, o sea, sirve a los usufructuarios del teorema de la dominación, que para eso inventaron la historia del arte, los museos, las galerías  y los concursos donde generan doctrina, donde convierten premios y dinero en tendencias y formas de describir la realidad.  En nuestro devenir como seres humanos, donde las emociones se  mezclan con la supervivencia, un montón de escombros podría ser mucho más bello, intenso y revelador que las pirámides, un charco de agua de lluvia más que la costa de Ibiza o Copacabana 

  Sin embargo, derrotamos el ser para parecer, a fin  de convertir todo en dinero, y convertimos la percepción en una permanente y automatizada clasificación, para hacer de nuestro tiempo un instrumento  ajeno destinado a acumular poder.  

  Despreciamos el barro para amar la porcelana, y nos  babeamos mirando las hebras de oro en la capa del rey, antes de ser ajusticiados, mientras nos observa tristemente una paloma que, ahuecando sus grises plumas para entibiar a sus desnudos y opacos polluelos, condenados al escopetazo, los ve llenos de vida...

  Así, luego, damos un paso más y trasladamos nuestra mecanicidad a todo lo que nos rodea, atribuyendo características y relaciones humanizadas a la naturaleza, a los animales y a las plantas, a los territorios y al  mismo transcurrir del tiempo.  

  Estáticas definiciones que están muy distantes de la  realidad, de cualquier realidad menos la nuestra, encapsulada en factores productivos y utilitarios, en preconceptos comerciales, monetariamente autocomprobables que nos permiten dinamitar el amplio espacio del mundo alrededor para apilarlo prolijamente en estanterías científicas y técnicas, en conceptos manejables, "racionales" y transaccionables. 

 Entonces tomamos un rasgo de la vida, al azar, que pueda ser a veces un semáforo, a veces un freno, a veces una guía sobre como sentir y cómo  ser, porque eso es más  fácil que desintegrarse en el infinito mar de la percepción  que nos despoja de la esclavitud de ser humanos, y estar destinados a convertir nuestro tiempo en una  moneda de oro, en el filo de una espada, en el barrote de una prisión para los demás y para nosotros mismos.  

  Por supuesto, no es esto lo que se declara, en la permanente guerra informativa de la que somos parte,  cómo blanco y proyectil  a la vez.  No dejamos nunca de ser abanderados de la estética y las buenas  costumbres, atletas olímpicos de la jerarquización, de la estratificación, racistas de la mirada, sectarios  de la interpretación, buscando el brillo del diamante en cada amanecer para poder decir que la vida es bella y merece ser vivida...

  Por supuesto, no lo logramos, sino solamente hundirnos en una  depresión ética y estética que  profundiza nuestra esclavitud conceptual, ahora convertida en insalvable abismo donde caemos para ahogarnos en las turbias aguas de la insatisfacción, del malestar, del flagelo moderno  de la renovación mecánica compulsiva que,  sin  embargo, no nos lleva a nada,  a  ningún lado.

  Y sin darnos  cuenta, cada vez que nos acercamos a  encarnar o reunir  alrededor  los  parámetros de lo  bello, cambian las perspectivas, se renuevan los conceptos, y somos arrasados  por una  nueva  moda.  

  Es  el tiempo  de lo feo, que  antes quemamos  y enterramos, y no podemos  rescatar las cenizas  sino inmolarnos para no desentonar,  y  endeudarnos en palabras, matices  y conceptos,  hablar y hablar, convertirnos en vintage y aspirantes a  vanguardistas pero no aceptar jamás que el  problema está  en la obvia imposibilidad de reducir el mundo a un solo atento y vigilante ojo sin caer a la vez, víctimas de  su rayo totalizador  hegemonizante.  

  Finalmente, el precipicio: como todo lo demás, las corporaciones, terminan adueñándose de la imagen, los conceptos, la historia, y de todo, y la belleza pasa a ser nada mas que un sesgo económico-publicitario que es usado para vender y vender, para aumentar los precios y la servidumbre humana, para masificar la grosera afuncionalidad  y el decadente diseño que fluctúa entre lo frágil y lo efímero cómo garantía.  

  Para disfrutar la belleza, justificamos el formateo impuesto por la hegemonía mundializada, y la destrucción de lo bello y vivo para imponer "lo bello", académica  e históricamente perfecto, cinematográficamente seductivo, comercial y logísticamente lucrativo.  Vivir en  sociedad, nos hace pagar el  costo de ser humanos: "bellamente" humanos.




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