27 febrero

El lenguaje y lo dicho

  

  Hubo un tiempo en la historia de la humanidad en que solo existían las palabras, solo los hechos y las cosas, y las personas, vivas…  

  La palabra tenia sentimientos propios, peso, sabor, describía antes que prescribir, y sus dicientes hablaban con la fuerza y la responsabilidad de transmitir un mundo.

  El que hablaba era escuchado porque abría una ventana al entorno no inmediato, a las raíces, a la tradición, y su poder de autoridad iba enlazado al poder hablar, lenta y pensadamente, con las mismas palabras heredadas de un paisaje exuberante y simple, armónico, aun cuando estuviera en permanente búsqueda de equilibrio, a veces pareciendo trabajoso o cruel.  

  Luego los negocios comenzaron a complicarse, una primera globalización en pequeña escala y números, bienes, tropas, precios y reglas… asirios, caldeos, romanos, árabes, mayas y aztecas, chinos y tantas otras civilizaciones antes o después comenzaron a definir tecnologías de escritura y archivo, de permanencia de lo escrito, de transmisión y especialización en esos deberes.

  Nacían las tablillas de barro, los pergaminos de corteza, los contadores y escribas.  Implícitamente, también nacía la corrección, la corrupción, el borrón y cuenta nueva, y de su mano, la ignorancia a favor de las élites, los archivos secretos, la sujeción inconcebible del pensamiento a un clavo marcado sobre la arcilla blanda. 

  Claro que a todo poder le interesa mantener bajo control este bagaje de imperativos reordenables, se acaba la palabra como fuente de vida, desangrándose en rollos espurios destinados a ocultar el conocimiento al común de la población… al mismo tiempo, nacen las leyes escritas, ahora la palabra no describe nada serio, solo hace listas donde hay que encajar, se deja de interpretar a la gente, a los hechos, para interpretar una letra que permita acomodar una realidad visible, a un mundo de teorías invisibles…

  Luego ya todo fue peor, nos acostumbramos a leer, a escuchar lecturas ajenas, y como si eso fuera poco, encasillamos todo en variables, estilos, reglas y condiciones: para ser una palabra, ahora es necesario tener permiso, su función principal ya no es la comunicación ni la alegría, sino la codificación, el estereotipo, la generación de verdades adecuadas, de conocimiento deseable.  

  Y así, en esta carrera de mercenarios, nació la literatura, pronta a describir un mundo encuadrado y listo para colgar y luego, a describirse a ella misma… Reglas y más reglas, omisiones y excepciones, manuales de estilo y corrección que definen lo bueno y lo malo, lo que es y lo que no es…lo que no debe ser.

  Por supuesto que siempre fueron muy festejados los cuidadores de la hegemonía, atentos a descartar, tachar y corregir en nombre de lo dado y aprobado: de la teta de los escribas nacen los comentaristas, gramáticos y recopiladores, y derraman sobre la mansa tierra su baba pestilente y hedionda hasta juntar los restos asfixiados en los primeros diccionarios, teorías y corrientes sempiternas que pretendían definir de una vez para siempre las cosas.  

  Claro que no iba a ser tan fácil, la palabra viva, retorciéndose y reptando entre la ortografía y la gramática no se resignaba a su cautiverio y en el pueblo vivo, en la nación en marcha, evolucionaba y cambiaba de formas, atesoraba significados y jugaba con las letras como niños pegando patas de hormigas. Y así fue que no pudieron encerrar a los idiomas en los amojosados claustros de los literatos. 

  En realidad, la historia es mucho más larga y apasionante, pero no deja de llamar la atención que el proceso siga reproduciéndose a sí mismo hasta el fin de la humanidad, capturando significados por un lado, momificando vanidades por el otro. 

  ¡Claro que las reglas no se olvidaron, para eso estaban escritas! Y de ahí viene la costumbre de ir aferrados al bote, aunque solo vaya la cabeza afuera del agua: de las chancletas sucias de los comentaristas y aduladores nacían los poetas y los científicos inútiles, los lingüistas, los oxidados gramáticos…

  Claro que cada uno en lo suyo, aunque de vez en cuando un malogrado poeta se ponga en arqueólogo para disimular su falta de sustancia, incendiando probables manuscritos con el poder de la hegemonía gratis, del estereotipo, de las cosas como deberían ser, y una belleza falaz oscura y muerta que denigra al mundo y sus pasajeros en una descripción de lo antiguo como bueno, aunque sea de otro país, otro continente, otra era.  

  Se revuelven hasta poder hacer pasar lo ausente como actual, lo real como un estorbo…

  Y como los concursos de fotografía están exterminando la imagen, dictando normas aberrantes de encuadre y composición, color y movimiento, los fatuos defensores del verbo exterminan la fuerza de la palabra haciéndola pasar por la criba del estilo y la métrica, la gramática y “lo clásico” hasta pretender osadamente hacerlo un sumiso negocio más de las elites, un vacío cuenco mas donde beber sin saciarse.  

  Por suerte o mala suerte no se puede disecar lo que todavía vive, y a cada rato debaten y dictan cátedra sobre el buen uso que debería hacerse, de la correcta escritura, de una humanidad castrada y feliz que solo repita conceptos aprobados hasta volverse autista…

  ¿Y lo peor? 

  En medio de ese charco sanguinolento tiran sus poesías como marionetas armadas en una carnicería, muñecas vudú de la escritura, y entre tantos reglamentos que les toco respetar, todo se parece a lo anterior, lo consagrado, lo correcto, hasta el punto que olvidan si en realidad tenían algo que decir o solo debían ser gendarmes de las formas.

  El desafío, es volver a describir un mundo que escapo hace rato de los diccionarios, sustentable, cooperativo, nuevo, o espiar desde abajo del moño el precio de ser un paquete más con que los poderosos nos regalan nuestra inercia, sumisión y mudez…

 

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