12 abril

La belleza de vivir hasta mañana.

 





  Las guerras comienzan como comienzan las guerras, porque la paz es demasiado bella, tranquila y franca, porque la paz no es tan buena para los buenos negocios, ni tan necesaria.  Las guerras comienzan porque el poder se lubrica mejor con sangre y lágrimas, porque el mundo necesita un espectáculo más corrupto y morboso que el último mundial de futbol 

  Las guerras comienzan porque no hubo nunca otra opción, solo farsas y dilaciones que impidan al enemigo pensar que no estábamos lo suficientemente preparados.   

  Se enmascaran en disputas diplomáticas por una línea en el suelo, o por un barco viejo cualquiera, o por las vidas de unos cuatro o cinco miserables harapientos que harán que masacremos orgullosamente a cientos de miles, millones, de propios y ajenos, para vengar la supuesta injuria recibida, casi siempre nebulosamente incomprensible, inexplicable, dudosa, tal vez inexistente.  Cuando no, fraguada.


 

  La guerra se prepara mediante el hambre y la incertidumbre de la propia población, mediante el miedo en cada familia, asediada por las consecuencias funestas del juego de los grandes villanos, que se intercambian sanciones recíprocas, aranceles, impuestos, prohibiciones, que siempre recaen en el común del pueblo.  Mientras tanto, las grandes corporaciones se desvelan contando millones en la oscuridad de las finanzas secretas del estado. 

  Entonces se aprende a odiar, a odiar al enemigo.  No porque sea natural, sino porque se practica veinticuatro horas al día.

  Se diseña el miedo.

  Se dibuja un personaje feroz, listo para saltar con un cuchillo a nuestra propia mesa, degollando a los niños y violando a las mujeres.  El enemigo es capaz de comerse a nuestros propios perros, solo por diversión, si no lo detenemos.  El enemigo está a punto de atacar -nos dicen- por lo que hay que atacar primero, convirtiendo en hambre y desolación las necesidades del pomposo ejercito.



  Por que nada funciona.  Y esto no solo es evidente sino necesario, ya que la guerra debe durar lo que dura una guerra normal, una guerra cualquiera...no menos de ocho o diez años.  

  Esto es para qué nadie recuerde cómo y para qué comenzó, contra quién, por qué, cuándo...

  Los artistas olvidan sus sueños y se travisten de asesinos, propagandizando el suicidio colectivo.  Los religiosos bendicen la masacre como antes bendecían la vida.  Las madres y los padres entregan a sus hijos a una picadora de carne con la misma alegría con que los vieron nacer.  Los jóvenes se olvidan de planificar un futuro para soñar con una muerte heroica y temprana.  La destrucción se vive como belleza, la traición como heroísmo, la crueldad como rutinaria herramienta de trabajo.

  El día uno.

  Un ministro acude calmada y personalmente al cuartel general, a entregar la cita en el palacio de gobierno.  Todo está definido de antemano pero es aconsejable cuidar las apariencias, la prolijidad institucional en el papeleo, la etiqueta en la tradición funesta.  Los historiadores miran por sobre sus gruesos anteojos, con el lápiz entre los dedos,  automáticamente listos para fabular, para disfrazar todo.  Huérfanos y viudas despiden a sombras que se esfuman en la niebla.


 

 Lo imposible se disfraza de inevitable, y finalmente sucede.  


  

  Estamos en guerra.  De pronto anhelamos el inevitable encuentro con la mutua aniquilación. 

  La preocupación da paso al triunfalismo, la incertidumbre cede el lugar a la desinformación, la manipulación reemplaza a todo contrato o consenso, y la decencia se vuelve un cachivache viejo que nadie quiere llevar a casa.  Todos piensan en morir mañana.  Todos quieren durar hasta mañana; en las ciudades y en las trincheras, tras el volante de un taxi o al comando de un tanque, en una fábrica o en un campo de prisioneros.

  La vida, con toda parsimonia, se vuelve lentamente, nuevamente, el valor esencial, aunque ya a nadie le importe.






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