09 febrero

Vegetación

 


  No he dejado de caminar desde que tengo memoria, porque mis pies me permiten generar nuevos contextos, aproximarme a lo que me hace falta para seguir vivo, o simplemente escapar corriendo cuando el peligro es inminente o inevitable.  Tal vez por eso, siempre me han asombrado los árboles en su estoica paciencia y permanencia en el mismo sitio.

  Observando la vida de arboles y plantas aprendí que siempre habrá hachas y machetes, que no hace falta ejercer ninguna provocación para ser atacados y que solo podemos dedicarnos a crecer: mientras las condiciones sean buenas.  No hay mejores objetivos que hacerse mas fuerte, extenderse hacia arriba, profundizar las raíces, acumular reservas.  Crecer para poder hacerse fuerte, hacerse fuerte para poder crecer

  Sin embargo, aun así, en un mundo donde todos se creen buenos jardineros, sin otra necesidad de justificarse que sus predilecciones o apreciación personal, siempre es necesario tener yemas escondidas, preparadas, para rebrotar en una dirección diferente.  Hay que estar listo para volver a crecer cuando una rama se quiebre, porque cuando dejan de volar las hachas, cuando se acaban las agresiones y violencias, vienen las naturales tormentas, los rutinarios cataclismos cíclicos del clima y la naturaleza.  

  Siempre, sin previo aviso, siempre, será necesario volver a desplegarse para sobrevivir, aunque sea mas abajo, aunque sea desde el suelo, otra vez.  Cuando las condiciones sean propicias, cuando la bendición de la lluvia y la tierra fresca, sigue a la tibieza de la luz del sol, no pierdas tu tiempo, hay que ser veloces, esparcirse y crecer, porque es necesario que lo nuevo sea lo mas fuerte posible antes del próximo palazo, del próximo inesperado, innecesario machetazo.  Y va a venir. Eso si, es una certeza.

  Claro, la experiencia queda, la memoria, que nos permite desconfiar de los buenos tiempos y de la abundancia, porque si se termina sin dejar semilla, no es muy improbable que nos extingamos.  Por eso, no debemos esperar permisos para florecer y dar frutos, aunque sea solo para ser cosechados y esquilmados.  No debemos negar nuestra esencia por pretender evitar que un día seamos tablas. 

  En un mundo oscurecido por el humo de los incendios, arrasado por las ruedas de la maquinaria moderna, donde la tristeza y la desesperación son el paisaje cotidiano, donde la malicia es rutinaria y la muerte solo la próxima parada en un viaje que no tiene ningún destino preparado, no es necesario ser altivos ni orgullosos por las razones equivocadas.  Todos somos hijos del sol, y él no hace distinciones.

  Cada inmenso árbol fue una insignificante y frágil semilla, a la que el destino acarició para poder perseverar, cada pequeño ser y cada persona agobiada por la pena y la desolación del infortunio puede un día elevarse sobre sus propia impotencia y volar.  El viento del tiempo fue hecho para eso.  En cada átomo de nuestra castigada piel habita nuestra grandeza, es imposible perder eso, solo lo olvidamos por comodidad, pero si mirás hacia abajo, solo el pasto nació para ser pisoteado.

  Toda la vida depende de la respiración de una hoja verde que vibra con el sol de la mañana, baila en su brisa, se baña en el rocío fresco que la oscura noche fabrica mientras dormimos.  Cada día que tengas la oportunidad de dar al mundo belleza y paz, no la desperdicies, porque nadie sabe mañana si podrás, pero siempre vas a necesitar una flor en el camino que te haga olvidar el cansancio.

Sin embargo, cuando una persona llega a un estado de inercia donde pierde toda reacción y toda capacidad y función humana, se dice que se ha reducido a un estado vegetal, como si fuera posible que pudiéramos vivir con ese sentido, propósito e identidad, siendo que somos simples y llanamente seres humanos modernos, despojados de toda intención de ser libres y todo camino hacia la plenitud de seres vivos que cada animal o planta en el planeta atesora hasta su muerte, desde su nacimiento.

  De los árboles aprendí que el bosque existe, que siempre esta ahí, latente, inderrotable, dispuesto a explotar en miles de formas y colores apenas le dejamos una oportunidad.  La selva, preexiste a toda ambición humana, en un plano que no podemos controlar o entender, por lo que la lucha contra la naturaleza es una lucha perdida que solo fomentan los imperialismos, los absolutismos, porque sus principales victimas son los seres humanos que la llevan a cabo.

  Y del bosque aprendí que todo esta conectado, comunicado, aunque no seamos conscientes, no nos importe, no pretendamos permitirlo.  Es imposible detener una red anterior a la conciencia humana, que lleva miles de millones de años perfeccionándose para sustentar la vida en el planeta, en una relación eternamente amorosa con la tierra, el aire, la luz y el agua, algo que aun podríamos aprender si tuviéramos un poco mas de tiempo libre.

  Cada raíz está conectada con todo lo demás, y cada hoja es consciente de su sombra, cada animal o insecto que vive en un equilibrio perfecto no es casualidad, y nuestra destrucción inconmensurable y permanente no detiene el camino hacia la trabajosa restauración y la abundancia que genera la convivencia armoniosa de todas las formas de vida en el planeta.

  En un bosque no existe el vacío, todo esta completamente lleno, cada metro cúbico de aire tiene una exacta función, y si un rayo de luz llega al suelo, es porque esta lleno de semillas, o porque un retoño joven, mantenido amorosamente por sus congéneres, ha llegado al momento de ocupar su lugar, y esforzarse por ser parte del techo del bosque, o de algún estrato intermedio, lo que sea parte de su naturaleza.

  Porque, a diferencia de las sociedades humanas, donde el poder daña y contamina todo lo que tiene alrededor, en la selva el poder cuida y alimenta, aun despues de la muerte.  El poder de los arboles ancianos contiene la memoria, la sabiduría, la evolución de cientos de generaciones, y cuando un árbol centenario cae, es porque le ha llegado su hora, y ha trasladado, traducido, y distribuido el conocimiento al resto de los seres vivos de la comunidad.

  Con total amor los grandes árboles despegan sus raíces del suelo, para que muchos otros que permanecían en paciente espera, renueven el bosque y las posibilidades de vivir de miles de especies animales y vegetales, y con la misma parsimoniosa lentitud con que crecieron, devuelven al suelo lentamente, cada nutriente y cada mineral que acopiaron a través del intercambio entre el aire, la tierra y el agua, en un último gesto de cuidadoso compromiso con la vida.

  Es ahí cuando comienza la danza frenética de miles de millones de hongos y bacterias que recorren y crean la logística invisible del bosque, la danza incesante de la vida, de la reconstrucción y el reciclaje eterno de nutrientes.  Lo gigantesco se compone de lo infinitamente pequeño y es por eso que finalmente se devuelve, 

  Así funciona un ciclo que empezó antes que el primer ser humano pisara la tierra, y seguirá aun cuando las últimas maquinas humeantes terminen de incendiarse y nos hayamos extinguido, con toda nuestra soberbia, inutilidad y orgullo humano.  Cuando salga el sol, mañana, agradece a la floresta, vive, sonríe, respira.  


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